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CULTURAL MADRID 09-04-2011 página 39
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  • EdiciónCULTURAL, MADRID
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Cine LOS TESOROS DE LA CRIPTA SÁBADO, 9 DE ABRIL DE 2011 abc. es ABC cultural 39 Los diez mandamientos A Cecil B. DeMille suele colgársele el sambenito de director ampuloso. Pero películas como su versión muda de la historia de Moisés demuestran su talento max en la cima del monte Sinaí, donde Moisés (Theodore Roberts) recibe las tablas de la ley, mientras el pueblo adora al becerro de oro; por otro, una historia de ambientación moderna que trata de ilustrar la ruptura del hombre contemporáneo con la ley divina. El prólogo es apabullante en su repertorio de prodigios técnicos: decorados fastuosos (que, tras el rodaje, DeMille enterró bajo las dunas de Guadalupe- Nipomo, donde todavía permanecen) un despliegue multitudinario de extras, efectos especiales apabullantes (sobre todo en la división de las aguas del mar Rojo y en la aparición de la columna de fuego) y hasta la utilización, en un par de secuencias, de un technicolor rudimentario, empalidecido por los años. La acción principal, ambientada en San Francisco, permite a DeMille abundar en las obsesiones más recurrentes de su cine primero: Dan McTavish (Rod La Rocque) es un joven libertino y ambicioso que, desoyendo los consejos de su piadosa madre (Edythe Chapman) y de su abnegado hermano John (Richard Dix) se propone alcanzar la cima del éxito pisoteando los mandatos divinos. Para enriquecerse, no vacilará en erigir una catedral con hormigón adulterado, que acabará viniéndose abajo; y para saciar sus apetitos, tras seducir a la descocada Mary (Leatrice Joy) no se privará de probar los venenosos goces del adulterio con Sally Lung (Nita Naldi) una femme fatale adicta a los paraísos artificiales. Por supuesto, tales transgresiones de la ley divina recibirán su castigo; pero, como suele ocurrir en el cine de Cecil B. DeMille, el camino a la perdición de Dan es mostrado con una suerte de voluptuosa fascinación que provoca en el espectador una perturbadora mezcla de atracción y repulsa. La versión muda de Los diez mandamientos fue un éxito estrepitoso y fulminante, aunque los espectadores de la época dedicaron sus ditirambos más encendidos al prólogo histórico, en detrimento de la historia principal; preferencia que tal vez marcase la posterior trayectoria del director. El paso del tiempo nos revela, sin embargo, que es el episodio ambientado en los años veinte el que conserva el aroma del mejor DeMille, tan atraído como soliviantado ante el pecado; es en este tramo de la película donde hallamos los más arrebatadores hallazgos narrativos y formales, después expoliados sin contemplaciones por otros maestros: así ocurre con la muerte de Sally Lung, que al derrumbarse arranca de su riel una cortina (exactamente igual que Janet Leigh en Psicosis) o la secuencia en que Mary asciende en un montacargas a la torre de la catedral en la que el abnegado John trabaja, a las órdenes de su pérfido hermano, de una majestuosidad enfática (y acaso fálica) que King Vidor calcaría plano a plano en El manantial. Pero entre maestros los préstamos están permitidos; ahora sólo falta que a DeMille dejen de negarle su magisterio. ¡Vade retro, cinéfilos de pata negra (y pezuña roja) JUAN MANUEL DE PRADA LOS DIEZ MANDAMIENTOS. CECIL B. DEMILLE. PROTAGONIZADA POR THEODORE ROBERTS Y CHARLES DE ROCHEFORT, EE. UU. 1923 Voluptuosa fascinación D urante décadas, invocar ante un cinéfilo de pata negra (y pezuña roja) el nombre de Cecil B. DeMille (1881- 1959) tuvo el mismo efecto que asperjar de agua bendita a un endemoniado; y, todavía hoy, la reivindicación de aquel rey Midas de Hollywood resulta problemática. DeMille es recordado por sus superproducciones de asunto bíblico (aunque, en puridad, sólo cuatro títulos de su filmografía pueden adscribirse al género) que se despachan con desdén y cicatería; y sobre su memoria se proyecta el sambenito de su anticomunismo. Pero DeMille fue mucho más que lo que su leyenda negra pretende; e incluso en su leyenda negra nada encontramos que nos retraiga, pues rodar adaptaciones bíblicas o proclamarse anticomunista no nos parecen delitos de lesa majestad (y a quien se lo parezcan, que se lo haga tratar por un exorcista) Y el caso es que la personalidad de Cecil B. DeMille esconde cámaras secretas que la simplicidad y el sectarismo prefieren ignorar. Fundador de lo que hoy conocemos como Meca del cine DeMille fue también un pionero del lenguaje cinematográfico moderno. Sus primeras películas muchas protagonizadas por la mítica Gloria Swan- son son comedias mordaces y melodramas de ribetes escabrosos, en las que el adulterio se erige en asunto central; todas ellas incluyen una lección moral nítida, pero no eluden una aproximación al vicio que por momentos resulta tentadora y desasosegante. Aunque no se trata de su primera aproximación al cine de época (antes había rodado, allá por 1916, Juana de Arco) su versión muda de Los diez mandamientos (1923) puede considerarse un punto de inflexión en su carrera, que desde entonces tenderá a la grandiosidad y el didactismo religioso. Me ha obsesionado siempre confesó en alguna ocasión DeMille desde que era niño, que mi padre, hombre profundamente religioso, nos leyera cada noche un capítulo del Antiguo Testamento y otro del Nuevo. He procurado mantener en mi familia esa costumbre, que me parece ejemplar Quizá en esta declaración de principios debamos buscar el motivo inspirador de Los diez mandamientos (1923) que como Intolerancia (1916) de Griffith, alterna acciones en épocas distintas: por un lado, un prólogo que nos muestra la tribulación del pueblo judío bajo la férula de Ramsés II (Charles de Rochefort) y su éxodo a través del desierto, con su clí- Prodigios técnicos Arriba a la izquierda, el faraón (Charles de Rochefort) frente a frente con Moisés (Theodore Roberts) Sobre estas líneas, cartel de la película y el director, Cecil B. DeMille

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