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CULTURAL MADRID 21-06-2003 página 14
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CULTURAL MADRID 21-06-2003 página 14

  • EdiciónCULTURAL, MADRID
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La frontera NARRATIVA La Feria de Boris ÁNGELA VALLVEY MPEZÓ la Feria del Libro de Madrid, y allá que me enviaron mis editores. Después de dormir cuatro horas escasas tras mucho trabajo el primer fin de semana del evento resucité por la mañana tempranito, con el fin de llegar a tiempo a la caseta de La Casa del Libro, donde se suponía que debía firmar mis libros, ya que no me dejan firmar los de otros. La gente de La Casa del Libro, como todos los libreros de este país, me merece un respeto que raya en la reverencia sumisa y en el agradecimiento más empalagoso y servil que imaginarse pueda. Para mí, los libreros son héroes de nuestro tiempo. Deberían tener una estatua en cada plaza, un grandioso monumento al Librero Desconocido. Ellos hacen por la cultura mucho más que diez Ministerios juntos. Cuando me iba acercando a la caseta, entreví una cola de lectores expectantes y nerviosos. No soy muy optimista, pero por un instante se me alegraron las carnes filológicas y los ojos abarrotados de polen. Cual sería mi sorpresa al ver que aquella fila inquieta y jadeante estaba situada a un metro y medio de donde yo debía sentarme, debajo de un cartel que anunciaba sin piedad: BORIS IZAGUIRRE. Efectivamente: mi compañero de caseta era una estrella de la tele. A lo largo de algunas Ferias he firmado, con elegante estoicismo y mi mejor sonrisa, al lado de Antonio Gala (encantador, hasta me dedicó su libro) de mi amigo Javier Cercas convertido en fenómeno a pesar de que ya lo era antes de ser Javier Cercas de mi adorado Manuel Vázquez Montalbán cuyas novelas y poemas han llenado tantos ratos de mi vida con lecturas felices etc. He firmado con toda clase de portentos a mi lado, pero nunca lo había hecho junto a alguien como Boris. Me sentí minusválida y asquerosamente culpable por no llamarme Coto Matamoros, o Sardá. Los lectores espectadores del gran Boris (que, por cierto, me parece un inefable personaje, interesantísimo) me tapaban con su enjambre de cuerpos sudorosos o me confundían con la librera (santos libreros, repito: yo os rezo cada noche, llorando sangre y postrada de hinojos) algunos paseantes, más enterados, me miraban con pena y me llamaban pobrecita delante de mis narices. Perdí los nervios, grité: ¿Pero a quién se le ha ocurrido ponerme a firmar al lado de ésteee... ¿es que no es bastante duro este jod... oficio? La gente de La Casa del Libro no sabía qué hacer para calmarme: ¿Quieres tomar algo, tus medicinas... lo que sea? me preguntaban solícitos. Cuando me disponía a estrangular a una fan de Boris que me había preguntado por el precio de su novela, me calmaron atándome amablemente y regalándome luego la edición de Moby Dick que ha sacado Debate. ¡Qué libro más hermoso! Lo cogí como si acabara de robarlo, y aguanté estrechándolo contra mi pecho hasta que llegó la hora de irme humilladísima, además de moqueando por la alergia primaveral y la rabieta. ¡Ah, la Feria! v Jugando a la guerra Juego de espías MICHAEL FRAYN Traducción de Íñigo García Ureta Salamandra. Barcelona, 2003 254 páginas, 12 euros E L Lirismo atormentado Juego de espías, la excelente obra de Frayn ahora aparecida en nuestro país, llena de lirismo atormentado y de dolorosas punzadas de nostalgia en su viaje hacia unas palabras que cambiaron el mundo, pronunciadas cincuenta años atrás es una perturbadora, emocionante y bella incursión en la obsesión de un pasado, que de forma algo precipitada podría ser calificada de relato de iniciación. Pero el buen escritor que es Frayn se adentra en los territorios pantanosos de la ambigüedad y lo indescrifrable, y deja en ese inmenso espacio ausente de certezas abandonados a sus hombres y mujeres, niños y ancianos vacilantes, frente a situaciones extremas, incomprensibles, subvertidoras de lo normal como son las guerras. De forma paulatina a lo largo de la narración de Frayn todo un mundo habitado por la fragilidad, por lo sumamente vulnerable, por la vergüenza de comportamientos no siempre ejemplares, de una pieza, va haciendo su aparición en el confuso puzle o maraña de contraseñas aún vedadas del mundo de los adultos que Stephen y Keith, dos niños que habitan en las afueras de Londres, durante la Segunda Guerra Mundial, se empeñan en desentrañar. Desmitificando irónica y melancólicamente a través de esos ojos en búsqueda siempre de lo absoluto principios también provenientes del mundo de lo radical, del negro y del blanco, y no de los turbios claroscuros que ensucian las verdades posibles y que predominan en esta novela, Frayn pone contra las cuerdas conceptos como heroísmo patria traición lealtad pertenencia deber o moralidad En ese mundo manchado y corrompido de muchos colores y toques impuros, va produciéndose paulatina y violentamente el aprendizaje de las decepciones, de las mentiras, de los secretos inconfesables, de las falsas apariencias. Aviadores que vergonzosamente han desertado y viven en el mundo de las sombras como bestias apestadas; amores y uniones equivocadas que arrastran hasta la tumba sus errores sin solución; familias de alemanes refugiados en Gran Bretaña, que celebran el sábado para estar juntos pero que a la vez se niegan a revelar su identidad. Todo será sutil y levemente apuntado aquí y allí por Frayn, al mismo tiempo que los descubrimientos caóticos, que las señales que los dos niños, Stephen y Keith, van desvelando a tientas, conforme avanza la narración. Porque en ese mundo cerrado y radical, sin fisuras, de su infancia, en ese mundo poco preparado para las medias tintas, los dos compañeros de juegos han introducido un trauma central, una verdad absoluta, sin discusión, sobre la que comenzará a girar peligrosa e inquietantemente toda la realidad que día a día ellos intentan acomodar a ese descubrimiento insólito: la elegante y delicada madre de Keith es una espía alemana. La necesidad del misterio Frayn describirá y desmenuzará, de forma magnífica, hasta los resquicios más angustiosos e inquietantes que lo hacen irrespirable, esa dualidad que convierte a veces el juego de la infancia en una pesadilla: por un lado, la necesidad del misterio para darle un impulso febril a la vida, de la que aún se rechaza su docilidad, su vaciedad y rutina, carente de aventuras y enigmas, y por otro lado, el descubrimiento amargo y doloroso de la otra cara de ese misterio que no es el que se esperaba. O, al menos, el que se había escogido para habitar en la imaginación desbocada de mundos y geografías míticas, escritas con mayúscula, como las cosas recién inventadas y nombradas, pertenecientes a suburbios aún en formación, lo mismo que ellos: Las Casitas, El Callejón, Los Caminos, El Paraíso. La obra de Frayn es una perturbadora, emocionante y bella incursión en la obsesión de un pasado Mercedes Monmany 14 Blanco y Negro Cultural 21- 6- 2003 J. Pagola A última obra del británico Michael Frayn (Londres, 1933) conocido en nuestro país por una anterior novela, La trampa maestra (Salamandra) y conocido también mundialmente por obras de teatro como la célebre Copenhague, recientemente estrenada en Madrid, venía precedida por una anécdota curiosa que ya recogieron ampliamente los periódicos de su país en su día: finalista hasta el último momento del Premio Whitbread al mejor libro del año por su novela Juego de espías, el galardón acabaría recayendo en su propia esposa, la conocida biógrafa Claire Tomalin.

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