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CULTURAL MADRID 23-01-1998 página 22
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CULTURAL MADRID 23-01-1998 página 22

  • EdiciónCULTURAL, MADRID
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A B C literario Alguien se acerca Treinta Cruces no era gran cosa: una plaza con álamos blancos, dos o tres bares, una pequeña iglesia, un campo de fútbol, una estación de la Rente. Su padre saludó a algunos conocidos, fue a ver el solar donde había estado la casa de su familia, les llevó a comer a una especie de bodega: queso fuerte, empanada de carne y vino para los mayores; tortillas francesas y Fanta para los niños. También les contó que, cuando él vivía allí, todas las noches de invierno, alrededor de las once, llegaba a la estación un tren de carga y se quedaba parado hasta la mañana siguiente en la vía que atravesaba de parte a parte el pueblo, de forma que lo dividía en dos. Su padre les dijo lo extraño que era entonces todo, sentirse atrapado en una de los dos mitades de Treinta Cruces, intentar dormirse mientras escuchabas el ruido de la lluvia sobre aquel tren vacío. Por la tarde, subieron a la montaña para ver una parcela de la que les habían hablado. En realidad, era un pequeño claro del bosque, sin ningún otro edificio alrededor y sin ninguna carretera por la que llegar a él. ¿Qué os parece? -decía su padre- ¿Podéis imaginarlo? Tener aquí una especie de escondite. Algo en lo que confiar. ¿Sí o no? Dejarse de toda esa basura: 1 as chimeneas, el tráfico, los ruidos. La gente. Puede que Incluso pudiéramos mandarlo hacer con algunos de estos mismos árboles. 23 de enero de 1998 No podemos saber si aquel otro hombre quizá ya estaba allí; si el asesino en que iba a transformarse ya iba ocupándole poco a poco, centímetro a centímetro, igual qu un líquido oscuro llena lentamente una botella vacía par de escopetas para salir a cazar por las mañanas. Mientras hablaba tenía los ojos clavados en el bosque, como si alguno de los animales sobre los que pensaba disparar estuviese a punto de aparecer entre la maleza. Puede que él se volviera también hacia los árboles y sintiese un escalofrío: ¿A qué se estaba refiriendo? ¿Cien os? ¿Osos? -No sé- contestó. Le vio probar de nuevo con otra cerilla. Le hubiera gustado que esta vez acertase, pero falló de nuevo. -De acuerdo- dijo- no lo sabes. Durante un buen rato, a ninguno de los dos se le ocurrió nada más que decir. Seguramente- imaginaba ahora- él cerró los ojos, como hacía tantas veces, vio pequeños fragmentos. Imágenes desordenadas de su vida, cosas que por algún motivo le asustaban: mientras comían en la bodega, salió de la cocina una mujer con un delantal blanco manchado de sangre; en el laboratorio de su colegio había un ratón muerto en un frasco de alcohol; el teléfono de su casa era rojo; cuando iban a algún sitio, su padre siempre llevaba una llave Inglesa debajo del asiento. Aún se acordaba muy bien de ese coche: un Gordini con la palanca de cambios en el volante. El hombre se giró hacia él y le observó profundamente. Tenía aquel aspecto suyo de estar a punto de rendirse, de saber que en cualquier caso se encontraba muy solo y luchaba contra algo demasiado grande. ¿Qué tipo de persona era en realidad -se preguntó él ahora, otra vez, medio dormido en el autobús Alsa, veinte años más tarde, mientras lograba reunir las pequeñas piezas de aquella historia: la nieve alrededor de Treinta Cruces; la mujer del delantal manchado; su madre vestida con un abrigo naranja; el radiocassette de ocho pistas del Gordini; la forma en que su padre encendía un fósforo y sus manos se volvían un momento azules, hasta que lo apagaba el viento; aquel frío que daba la sensación- se dijo- de acercarse hacia ellos desde los árboles, de ser algo que saliera de dentro del bosque. Hace poco había visto en la televisión un programa sobre una especie de lobos que en invierno, cuando pierden el rastro de su manada a causa de las tormentas o del hielo, bajan de la sierra y se quedan en un lugar visible, inmóviles a veces durante semanas, expuestos a la lluvia y los cazadores, sin comer, esperando que los otros vuelvan a recogerlos. Podrían buscar refugio y cazar para seguir vivos. Pero no lo hacen. Sencillamente se quedan ahí, a la intemperie, furiosos y asustados, hasta que mueren de hambre o alguien les dispara. Pensó que si de alguna forma aquellos lobos estaban convencidos de que su dolor y su mala suerte eran algo de lo que todo el mundo debería avergonzarse, ésa sería justo la clase de persona que era su padre. S U madre estaba callada. Sus silencios eran largos y fríos como látigos. Pero, en algún momento, sus padres se alejaron hacia el fondo del bosque y les vio discutir violentamente, bajo los álamos, en medio de aquella tarde helada. Al hablar, salían de sus bocas pequeñas columnas de humo, lo mismo- pensó ahora, tantos años después, desde dentro de aquel autobús- que si sus corazones estuvieran quemándose muy despacio en su interior. Al final, ella y sus hermanos volvieron solos al pueblo. Su padre y él se quedaron allí, mirando las montañas. ¿Y tú que dices? -preguntó al final el hombre- ¿Te gustaría o no? A la vez que hablaba, sacó un paquete de cigarrillos, uno de esos Rex que siempre había fumado. Intentó encender uno, pero el viento apagó la cerilla. -Si me gustaría qué. -Lo de la casa. A lo mejor podemos venir tú y yo solos. Sentarnos juntos a un fuego a ver caer la nieve. Ya sabes. Compraríamos un 22 A BRIÓ un segundo los ojos. El Alsa cruzaba una calle vacía. La autopista era azul bajo la lluvia. Junto a él, en el asiento de la izquierda, un chico Iba bebiendo una lata de CocaCola y leyendo el Marca. Volvió a cerrarlos. Volvió a la tarde de Treinta Cruces, al momento en que empezaba a oscurecer y su EL hombre se giró hacia él y le observó profundamente. Tenía aquel aspecto suyo de estar a punto de rendirse, de saber que en cualquier caso se encontraba muy solo y luchaba contra algo demasiado grande padre se le había quedado mirando. ¿Sabes qué hay por aquí? -le oyó decir- Un bunker. ¿Tienes Idea de lo que es? Le contó que aquella había sido una zona de guerra; que los soldados de la República estaban en el bosque y el ejército de Franco en las montañas. ¿Tenían cañones? -Claro. Esto era el frente. Cañones, metralletas, trincheras. Seguro que por aquí tiene que haber un montón de balas enterradas. Y puede que algún obús. Hace un par de años, al cavar en un jardín unos obreros encontraron los cuerpos de dos milicianos. Uno aún tenía una pistola Star en la mano. Apenas le dio tiempo a recordar que luego fueron donde es- taba el bunker, en una depresión entre dos colinas, casi invisible detrás de los álamos y cubierto por el musgo; que sentía miedo porque, inexplicablemente, todo- sus pisadas, una botella rota, unos botes vacíos- le daba la sensación de haberse convertido de pronto en algo lleno de amenazas, en algo que tenía que ver con aquella historia de los soldados muertos. Mientras, su padre hacía agujeros con una navaja en la hierba, iba de un lado a otro buscando obstinadamente las balas, como si ésa fuera la única forma de demostrarle que lo que había contado era cierto, que los hombres de los que le hablaba- José Antonio, el general Mola, García Lorca, Mlllán Astray, Azaña- habían existido de verdad. -Nunca... sabes con qué puedes encontrarte- decía- monedas... una escopeta... granadas... Apenas le dio tiempo a pensar en eso porque se fue quedando dormido, casi sin notarlo; fue sintiendo cómo la música que caía minuciosamente desde los altavoces, el motor del autobús, las conversaciones de los pasajeros tomaban el ritmo de su respiración, entraban y salían de él, se iban apagando lentamente, se oxidaban igual que una manzana partida en dos. Pensó que no tenía nada que ver con él. Nada de eso. NI el Gordini blanco ni los soldados muertos ni la gente que por las noches se dormía escuchando el sonido de la lluvia sobre un tren vacío. Lo iba a conseguir- se dijo- cuando se despertara no sabría dónde estaba. Tal vez para entonces ni siquiera supiese quién era. Benjamín PRADO

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