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CULTURAL MADRID 23-01-1998 página 18
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CULTURAL MADRID 23-01-1998 página 18

  • EdiciónCULTURAL, MADRID
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A B C literario 23 de enero de 1998 La conquista del aire nos. Deshechos, fríos, ios chorros le mojaban las muñecas. Enchufó la maquinilla eléctrica, vio su mentón, sus ojos castaños, su flequillo y al final del espejo, dos futuros: Marta y Santiago hipotecando, por su causa, un grado de libertad. Carlos pensó en el plazo. Aunque nadie había hablado de plazos, esperaba que ellos le hubieran fijado uno. Él, desde luego, s e l o había fijado. Cuatro meses. Devolvérselo antes del 10 de febrero. Y era un plazo tan duro, tan inapelable como el ruido que hizo el cierre de la correa metálica de su reloj. Cuando le dieran el cheque, se lo diría. Casi se arrepintió de haberse afeitado: ahora su cara parecía rhás joven y accesible. malversación del presupuesto que el Estado destinaba a pagar su sueldo. Algunos años antes Marta tenía fama de ser una persona estricta. Seguía teniéndola, pero sólo porque los baremos del ministerio eran muy bajos en comparación con los suyos. Manuel Soto entraba en el despacho. Nunca antes le había visto con corbata. Marta se preguntó qué imagen guardaría él de ella y cómo la estaría viendo ahora. Manuel la saludó con seguridad. Envuelto en su traje, le pareció más grande y más pequeño. Más ancho, más erguido, pero con menos relive, como si hubiera perdido redondez, como si, por simpatía con su indumentaria, Manuel hubiera adoptado el aspecto de un hombre proyectado en una pantalla. Un hombre guapo, se dijo Marta y cogió de la mesa los documentos que había pedido la tarde anterior. Mientras los fotocopiaban, ambos bajaron a la cafetería. Era el segundo café de Marta. Santiago Álvarez había terminado el primero y ya conducía hacia la facultad. No había puesto la radio, no quería oír las noticias, ni música clásica. Pensaba en Carlos. Cuen- ta- Siempre fuiste del sector jacobino. Por cierto, ¿sigues siéndolo? -Ya ves que no. Aquí me tienes, traicionando al Estado por un compañero de Económicas. Rieron. ¿Y cómo lo soportas? -preguntó Manuel. -Con dignidad. -Los dos volvieron a reír, pero Marta empezaba a querer algo más que esa galante camaradería: ¿Tú llegaste a conocer a Carlos Maceda, el que hacía la maquetación? -Claro. Al principio yo iba a todas vuestras reuniones. Si tú eras del sector jacobino, él era por lo menos VladímirLenin. ¿Y tú? -Los ojos de Marta pedían, casi exigían un cambio de registro. Manuel lo notó sin aprobarlo. -Lo mío siempre ha sido el patio de butacas- contestó despacio. Alguien pasó junto a la mesa y estuvo a punto de tropezar con el maletín de Manuel. Él se apresuró a quitarlo. Puesto sobre sus piernas, el maletín delataba la provisionalidad del momento. La conversación había embarrancado. Marta miró la hora: cuadriculado, un espacio vulgar. Sin embargo, cada vez que enfilaba la única avenida de lo que ya sólo podía definirse como el cruce de un polígono industrial y un suburbio, a éi se le ensanchaban los pulmones. Porque, no hacía mucho, el Ayuntamiento había plantado árboles, y aunque tuvieran todavía un aspecto raquítico, a Carlos le agradaba encontrarlos. Además, ei trazado rectangular de las calles y la altura media de las casas le permitían ver el cielo como una extensión continua, mientras que en su barrio del centro el cielo era sólo una suma de recortes. A las nueve y media Santiago encendía su primer cigarrilio, Marta entraba en el ministerio y Carlos arrancaba la vespa. Era de color naranja claro. Carlos sabía que le daba un aire de cartero, sobre todo si llevaba colgada en bandolera su vieja bolsa de lona marrón. Ainhoa quería que tirase esa bolsa. Ainhoa aún no sabía lo del préstamo. En el ministerio, Marta Timoner empezó a ordenar su mesa. Miraba ios papeles acumulados como si el trabajo fuese obligatorio, fuese más obligatorio que antes. Una casa se convertía en cárcel cuando no había forma de salir. De repente ella misma se había cerrado la salida por una larga temporada. Qué absurdo, se dijo, ella no quería salir. Le interesaba, su trabajo, en concreto una parte de ese trabajo. No había ninguna cárcel, no había celdas ni régimen disciplinario sino la oportunidad de desarrollar un proyecto. Por no haber, ni siquiera había un puesto seguro, sino un contrato de asistencia técnica, un puesto provisional rozando lo irregular. Qué absurdo, volvió a enfadarse consigo misma porque la llegada de uno de los dos contratados que compartían el despacho con ella le había molestado como un consejo no pedido. Sonó el teléfono y, antes de que hablara la recepcionista, Marta recordó su cita de las diez con Manuel Soto, un antiguo compañero de facultad. Trabajaba en el control de gestión de una televisión privada y quería consultar los borradores de una normativa de proyectos audiovisuales que estaba elaborando la Unión Europea. Libros blancos, literatura gris no necesariamente confidencial aunque tampoco de libre acceso. Algunos años antes Marta, de haberse encontrado en una situación parecida, quizá también habría hecho el favor, pero no en sus horas de trabajo. Lo habría considerado una falta de responsabilidad, una 18 T Nc había puesto O la radio, no quería oír las noticias, ni música clásica. Pensaba en Carlos. Cuenta con ello ¿pero por qué? Cuenta, prácticamente, con todo lo que tengo en el Banco. ¿Y si fuera Sol quien le hubiera pedido esa cantidad? ¿Se la habría prestado? -Las fotocopias ya deben de estar. Se levantaron. Una vez en el despacho, él le dio las gracias por el favor. -No te preocupes- contestó Marta- Cualquier día te llamo yo para pedirte algo. -Y añadió- Lo digo en serio. Carlos ató la vespa a una farola que había junto a la casa donde estaba su empresa. Bloques uniformes, no demasiado altos, acompañados por casas de tres o cuatro pisos, componían un único paisaje en todas direcciones. Pensó que últimamente su vida se estaba pareciendo al título de una novela que de pequeño le había llamado la atención en la breve estantería de sus padres, aunque luego al leerla le había aburrido: Historia de dos ciudades El barrio del centro donde vivía y el barrio de Jard estaban en dos ciudades distintas. El primero era, de verdad, un barrio de Madrid, pero el segundo era un pueblo absorbido por el efecto de la inmigración. Un pueblo tachado, con ello ¿pero por qué? Cuen- ta, prácticamente, con todo lo que tengo en el banco. ¿Y si fuera Sol quien le hubiera pedido esa cantidad? ¿Se la habría prestado? De algún modo los cuatro millones le hacían sentirse más unido á su amigo que a su novia. Santiago siempre, había confiado en Carlos, pero esta vez su confianza tenía la apariencia de un apunte contable y le producía una especie de angustia. Le incomodaba ese préstamo que era un acto imborrable cuando en su vida ningún acto lo era. Vio en el retrovisor el Volvo negro que le iba a pasar. Imborrable, se dijo, hasta el día de la restitución. Sobre la mesa de la cafetería del ministerio, alguien había vertido el azúcar. Marta fue haciendo pequeños montones con el mango de la cuchara: ¿Te acuerdas de la revista que hicimos en la universidad? -le preguntó a Manuel. -La famosa A trancas y barrancas -Yo quería llamarla A rajatabla AMBIÉN le gustaba que siguiera habiendo bares en las esquinas, baruchos mejor dicho, cuchitriles con tres mesas de fórmica, luz escasa y una máquina tragaperras, pero bares al fin; bares, en fin, en vez de bancos. Azules, verdes, color de electrodoméstico, brillantes, bancos tan nuevos y, no obstante, tan tristes, tan sucios, tan parecidos a la pensión del centro donde una vez estuvo cuando estudiaba COU. Seguro que a Ainhoa la bolsa de lona marrón también le parecía sucia, triste; sólo que en su bolsa no había disimulo. En los bancos, sí. El disimulo, la conciencia de no ser como había elegido ser: esa conciencia le había llevado a meterse primero en un grupo cristiano, después en los restos de un partido radical y, por último, en un ateneo consejista donde había discutido, dado clases, asistido a conferencias y participado en asambleas durante seis años. Allí había conocido a Alberto Riaza, y Alberto le había regalado la bolsa de lona marrón. Pero el ateneo cerró hace mucho tiempo. Carlos nunca le había preguntado a Ainhoa qué veía en la bolsa de lona marrón. De los bancos hablaron una vez, y ella le llamó puritano. Te daría vergüenza le dijo Carlos, prestarle cincuenta mil pesetas a un amigo y pedirle intereses. Pero eso es lo que hacemos al meter el dinero en el banco. Le encargamos que preste nuestros fajos de cincuenta mil pesetas y al mismo tiempo nos evitamos ver la cara de quien pide el dinero ¿Estás proponiendo que guardemos nuestro dinero en casa? preguntó ella, y luego, sin darle tiempo a contestar, le llamó puritano. Entonces Caries la abrazó rogándole que lo olvidara. Porque en la palabra puritano dicha por Ainhoa se condensaba todo un argumento que él ya conocía: Para querer hay que mancharse. Los puritanos no se manchan. Luego tú no me quieres Era lo que Garios llamaba el silogismo del reproche. Belén GOPEGUI

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