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BLANCO Y NEGRO MADRID 16-07-2000 página 6
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BLANCO Y NEGRO MADRID 16-07-2000 página 6

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ANIMALES DE COMR Samuel Bronston l éxito multitudinario de Gran Hermano esa apoteosis del tedio, ha promovido algunos efectos beneficiosos. La televisión pública, reconociendo la imposibilidad de disputar las audiencias gregarias que abrevan en ese lodazal, ha rescatado para las noches de los miércoles una remesa de películas en lujoso cinemascope, caracterizadas por su presupuesto suntuoso y su vocación al colosalismo. Muchas de esas películas incorporan en sus títulos de crédito el nombre de Samuel Bronston, aquel productor que instaló sus reales en el hotel Hilton de la Castellana, invadiendo de glamcur el poblachón manchego que Madrid era por entonces (y por ahora) En estos días de verano titubeante, antes de que el mundo se convierta en un secarral de asfalto, he estado leyendo un libro monumental y exhaustivo, El imperio Bronston de Jesús García de Dueñas, publicado recientemente por Ediciones del Imán, donde se vislumbra el temperamento de un hombre con apetito de grandeza que empeñó hasta su último aliento en la tarea algo anacrónica, pero hermosísima, de fundar una fábrica de sueños. Samuel Bronston (que en realidad se apellidaba Bronstein) había nacido en Besarabia, en el seno de una familia judía perseguida por el éxodo y la miseria. Siendo todavía un niño tardío, o más bien un adolescente prematuro, desempeñó algunos oficios subalternos en París, entre otros el de músico callejero. Como tantos otros judíos de su generación, depositó en Hollywoood sus ansias de ascenso. N o s imaginamos a un joven Bronston curtido en picarescas domésticas, ducho en trapacerías de poca monta, intentando allegar dinero para sufragar sus sueños de celuloide, embaucando a los magnates de la meca del cine con su verbo vehemente y un poco charlatán. Como cualquier productor que se precie debe incluir la ostentación entre sus hábitos, Bronston (que aún no podía permitirse el derroche) empleó a su mujer como chófer, y con ella desfilaba en un coche alquilado, a la búsqueda de financiación. Consiguió embaucar a la viuda de Jack London, que le confió la adaptación cinematográfica de sus libros, y con este aval se coló de rondón en la Columbia, donde lograría producir un puñado de películas p o c o memorables. E Durante el rodaje de la última de ellas, Diez negritos dirigida por Rene Clair, sobre la divulgada novela de Agatha Christie, Bronston se vio involucrado en un turbio asunto de préstamos que lo señalaría con el estigma de los proscritos. Hollywood, con ese gesto desdeñoso de los muy puritanos, le daba la espalda al judío advenedizo. S e abre entonces un período confuso en la carrera de este magnífico buscavidas, que García de Dueñas investiga con paciente rigor. Después de producir un bodrio destinado al mercado filipino, Bronston viaja al Vaticano, para rodar documentales píos en los que se exhiben los tesoros artísticos allí custodiados. Por aquellas fechas traba amistad con un cardenal rechoncho y bonancible, que algunos años después ocuparía el soUo pontificio bajo el nombre de Juan XXIII. Mientras tanto, una multinacional de productos químicos con sede en Estados Unidos, regentada por la familia DupDnt, empieza a buscar un productor cinematográfico dispuesto a radicarse en España, para invertir en películas el dinero de las cuentas bloqueadas que las autoridades franquistas no permiten sacar del país. Samuel Bronston, con ese fervoroso entusiasmo que distingue a los suicidas por vocación, acepta el reto. En pocos meses, instaló su centro de operaciones en el Hilton y construyó en Las Matas decorados inabarcables como ciudades, esplendorosos de oropel, dando empleo a multitud de técnicos españoles, como Gil Parrondo o Luis María Delgado. El muy viril Charlton Heston, la próvida Sofía Loren, el displicente Alee Guiness, la pizpireta Claudia Cardinale, el abrupto John Wayne y hasta una ajada Rita Hayworth, herida ya por el alzheimer, vinieron a rodar aquí, antes de que el chorro incesante de pérdidas aniquilase aquel sueño de Bronston, que competía en soberbia y en belleza con la torre de Babel. García de Dueñas reserva un capítulo de su obra a la subasta que se hizo con los bienes de Samuel Bronston, después de su batacazo financiero. Mientras lo leía, acudió a mi memoria la secuencia final de La caída del Imperio Romano el sueño se había desmoronado con el estrépito de un mundo que muere. RVM A

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