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BLANCO Y NEGRO MADRID 27-02-2000 página 63
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BLANCO Y NEGRO MADRID 27-02-2000 página 63

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
  • Página63
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No había manera de no temerlos: eran siempre mayores que nosotros, y más fuertes, y más salvajes y maleados por la vida. Sabían más trucos y todos los engaños y trampas, y estaban acostumbrados a ser pegados desde pequeños y estaban hechos a pegar. Además el tren nos había dividido de una manera incontestable, y la parte buena era la nuestra. A veces la curiosidad podía más que el miedo y nos acercábamos, siempre por nuestra zona, a la cuneta sobre la que corrían las vías. En primavera no hacía falta tomar muchas precauciones, porque un bosque de tupido trigo nos cubría. Avanzábamos agachados, y cubiertos por el cereal se llegaba hasta la misma frontera. El camino por donde iba el tren estaba elevado, con una cuesta a cada lado. Al nuestro estaba el trigal que nos protegía; al otro había un nuevo trigal, parecido pero distinto. Hasta allí no había mayores problemas para ir, pero más allá no pasábamos. A la derecha teníamos la estación- era nuestray el pueblo; enfrente estaban la fábrica de harina y el barrio de los otros. Arrastrándonos sobre las piedras blancas de la cuneta, sacábamos la cabeza para mirar sin ser vistos el territorio enemigo. Entonces éramos como espías de verdad, discretos. Pero nuestra observación no solía dar fruto interesante, y volvíamos al recaudo de las espigas verdes con una doble sensación de fracaso y alivio. Y así, reunidos al amparo del tren, aprovechábamos para reemprender los sueños de chicas y nuestro oficio de hombres. Estos eran los días que vivimos entonces, a caballo entre el grupo del colegio y la emoción de los chicos del tren, cuando nos creíamos igualmente jóvenes por siempre. Hasta que aprendimos lo contrarioEso fue allí, junto a las vías, en una de aquellas tardes de observación, de espionaje fracasado, cuando ya nos habíamos retirado de nuevo y alguno empezaba a sonreír con labios brillantes y guiñados ojos. Pero esa vez el cuento no se disfrutó, porque uno, no recuerdo quién, que aún no había bajado, chistó y acudimos a su lado. Tendidos boca abajo, apoyando el vientre en el suelo y alzando la barbilla, vimos al otro, a uno de los otros. Lo vimos solo, y no vimos a nadie más. El otro estaba de su lado, entre su trigo, con un cesto en el suelo. Él se agachaba y se levantaba, arrancaba ababoles y los recogía, posiblemente para los cone- jos que criase en un corral. Tenía una azadilla en la mano y con ella escardaba seguro y a intervalos regulares. Difícilmente se enteraría de cómo nosotros saltamos sobre las vías del tren. lo arrojamos al suelo, le quitamos su arma y nos pusimos encima de su cuerpo agarrándolo de los brazos, de las piernas y del cabello. Habíamos entrado en terreno de los otros por primera vez, y era toda una victoria. El enemigo no se movía: la mejilla enterrada, el ojo abierto, la ropa desordenada. No hablaba, no gritaba, no pedía piedad ni auxilio. Lo pusimos boca arriba y lo vimos bien: era uno de ellos, sin duda, aunque algo más joven; más pequeño, incluso, que nosotros; dos o tres años menos, tal vez cuatro, pero era de ellos. Y ahora lo teníamos nosotros. y era su turno de temernos, aunque no sabíamos qué hacer con él ni para qué lo queríamos. El niño nos miraba desde el suelo, y algo debió de comprender antes que nosotros porque comenzó a llorar; pero eran unas lágrimas casi sin ruido y sin escándalo, y sí. en cambio, con un estertor continuo y un gemido ahogado y persistente, como un zumbido difícil de percibii: S upimos entonces que -teníamos que hacer algo, así que cogimos una cuerda del cesto y lo atamos, y subimos la cuneta cargando con él y lo dejamos sobre las vías para asustarlo más aún y que dijese a los otros lo fuertes que éramos y que mejor dejasen de invadií nuestra zona y que se estuviesen en la suya confinados, atendiendo al límite infranqueable de las vías del ti en. Allí depositamos al niño y lo insultamos e injuriamos para que no nos olvidase, y le dimos patadas y le escupimos, y a uno le entraron ganas y se meó sobre él, y nos reímos de su asco y de su miedo, y le pinchábamos y le rozábamos las ingles con la azadilla de arrancaí hierba, y le hicimos escuchar todo lo que se nos ocurrió, y aún no habíamos terminado con él cuando un silbido nos avisó justo con tiempo de saltar al suelo y caer entre los trigos, y entonces pasó el tren y. sin esperarlo, nos vimos crecidos de repente. I Pedro Manuel VíÜora (La Roda, Albacete, 1968) ha reábido diferentes premios por sus obras teatrales: -La misma Amado mío: -Las cosas persas: El ciego de Gondar- En historia; mano. la editorial Huerga Fierro publicará su primer libro de reíalos. Por el amor de Ladis- al que pertenece Los niños del tren- ILIICD TKíGItO tS

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