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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-09-1960 página 66
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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-09-1960 página 66

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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AQUELLOS PECES OSGUROS CUENTO, por Vicente CARREDANO ESAR desanduvo tr s escalones. Miró hacia el montante de la puerta. No, no había dejado la luz encendida. La mujer del notario le observó desde abajo. A u nivel y desde arriba. Hizo u n leve gesto y desaipareció en el ascensor que subía. El gesto de siemr pre. El ndsimo que su marido. Como el de las viejecitas del segnndo. Como el de Bans, el joyero. Una casa habitada por idéntico gesto. Y de esa ca a, era él, César OrdÓñez, el residiente del tercero izquierda. Al que los d m ¿s vecinos, en la escalera, saludaban con un gesto. Con el mismo gesto. Con un gesto ipara todos. El portero había recogido ya la alfo nibra. Miraba a u n lado y a otro de la calle, alargando la cabeza fuera del portal. En la mano derecha tenía una pesada llave, con la que golpeaba k palma d e la otra mano. Yeslía 1 tiniforjne azul en botones dorados. Alguna vez, César le había visto con un mono, también azul, alimentando la caldera de la calefacción. Esto ocurría cuando al regresar a su casa la mañana despertaba en las espaldas trasnochadas de César. Entonces, igual que hoy, igual que sieimipre, Casimiro le miraba con esta misma sonrisa, amarillenta a lo largo y vacía en el hondo oscuro de la boca. Buenas nodies, don César. Parece que, por fin, llega la prinravera. Ha templado mncho el tiempo. ¿Qué tal los niños? ¿Están ya bien? Los dos mayores ftieron a la escuela. Al ¡pequeño aun no le ha dejado la madre. César camiinó unos pasos y se desaforodhó el abrigo. Andaba pegado a la pared. ¿Desde cuándo tenía esta costumibre? Un vaho tibio inundaba las calles. Las igentes no tenían prisa. Andaban lentamente, como si la ciudad entera se huíbiera, de pronto, convertido en un inmenso paseo. Se paró en la primera bocacalle. Un ciego tanteaba con el bastón el borde de la acera. Le ayudó a pasar. El ci ¿go se alejó. En los oídos de César sonaba, seco, el tiento del ciego sobre las losas. En sus ojos b r i j liaba el guiño verde de los semáforos. De uno. De dos. De tres semáforos. Pensó que sólo esto: el ruido del palo y la luz verde de los focos daban frío en la temiplada noche de abril. ¿Por qué lo pensó? (El lo pensó. Las vendedoras de periódicos y de tabacos se apoyaban en las verjas del C Ministerio o se sentaban en los bancos, junto al barquillero y el honAre de los globos. Una vieja contaba, bajo un farol, sucias monedas que secaba de un bolsillo e iba metiendo en otxo. César imaginó a muchos perros ladrando a la vieja. Uno la enganchaba con los dientes la falda y tiraba hacia atrás. Ella manoteaba gruñendo contra los perros. Contra los niños que lo azuzaban. Sin embargo, no se veían p e rros ipor ningún sitió. César los buscaba. Los bascaba ávidamente. Cuando. los perros se esconden. Cuando no salen de techado, la noche puede estar insegura. Tampoco había niños. Ni estrellas. Ndbes alargadas y rojas corrían sobre el cielo bajo. Una noche con calor sin niños, sin perros y sin estrellas, es una noche cargada de malos augurios. César lo miraba todo con ojos sorpresivos, con calma, contemplándolo. A los ojos hombres y a las mujeres solas. A los escaiparate A los autobuses. A las parejas de novios. A las ventanas iluminadas, A las colas del tranvía. A los anuncios luminosos. Así atravesó una calle y otra, hasta llegar a la taberna donde solía comer. (En la mesa del rincón estaba Elvira. Apoyada la cara en la mano y el codo sobre la mesa. César y ella se saludaron, como se saludan las gentes que todos los días se encuentran en el mismo lugar. Tal vez sólo se miraron. César sabía tantas cosas de ella como ella de él. El resto las adivinaban. Ambos se creían similares y tenían una idea del otro superior a la propia. Para César, Elvira era una buena muchacha, necesariamente buena. Para Elvira, César era un hombre bueno, afortunadamente bueno. Hoy a César las ojeras dé Elvira le parecieron más oscuras y su pelo algo más rubio. Pidió al camarero coliflor con mahonesa. Mientras se lo servían pensó que la única vez que Elvira le había contrariado fué por culpa de las coliflores. Aquella noche habían cenado en la misma mesa. En la que está bajo d apagado candil de gas. Elvira le p r e guntó si le daba suerte comer coliflor. -No creo en la suerte. Sólo creo que me gusta y que me recuerda algo muy helio. Elvira rió. Al principio rió cantarína. Luego rió triste, buscando algo que pudiera identificar con un helio recuerdo. Fué entonces cuando César le contó cómo Rilke había visto a ún ciego y viejo gritar por las calles. ElILUSTRACIONES DE MONTALBAN vira se tornó seria. Siguió comiendo y no dijo nada. No preguntó quién era Rilke. Nada. No se había emocionado. Sin embargo, ella, otro día, se lo r e pitió a César. Casa Torcuato es una taberna antigua y recoleta, inundada por un limpísimo olor a taiberna. Olor sin mezclas, sin contagios. Huele a fudres, a vino, a humedad y un poco a seríín. A nada más. Hay taberna con olor a orines. Otras que huelen a cocina, a mujer e incluso a niño recién destetado. Esta no. Esta es muy del gusto de César Ordóñez y de Elvira. Ellos prefieren los ambientes enteros. Las cosas de una pieza. Tal vez porque ambos están hechos de múltiples piececillas, minúsculas y contradictorias. Casa Torcuato, esta noche, unía a E l vira y a. César como unen a las gentes el aire limpio o turbio que respiran a la vez. Los sonidos o la música escnclhados juntos. El color de las cosas que olemos. El olor de las que miramos. Olores. Coloresi Aires. Sonidos. Sentidos de dos en dos. Una y otra persona. Una mujer y un hombre. Un hombre y otro hombre. Una mujer y otra mujer. Dos viejos, no. Dos viejas, no. Dos niños, quizá. Los viejos son iguales. Los niños pueden ser diferentes. Sin embargo, Elvira y César apenas necesitan de lo externo, del lugar donde están. Ellos se entienden. Se comprenden. Se pasan dos horas juntos en silencio. O hablan los dos. O habla él mucho. O habla ella mucho. Nada se preguntan. Se cuentan cosas. Todas las cosas. Llora él y ella le acaricia sin hablar. Llora ella y él la acaricia sin hablar. A veces ríen los dos horas y horas locamente. Y beben y se abrazan fuerte como si fueran a morir ahogados. Y se respetan. Y creen en la libertad. En la libertad de uno y de otro. Y no protestan. Y saben que han de vivir así. Y piensan que el mundo no debe ser del todo injusto. Y adivinan que se necesitan. Y que no se necesitan siemlpre. César descorre la cortina y ale a la calle. Una bocanada de aire caliente le llega a los ipuilmones. Hay un momento, un pequeño momento, en que siente a la vez, en la cara y en el pecho, el calor de la primavera, y en la espalda el frío húmedo de la taberna. La calle que conduce a la avenida tiene una pequeña cuesta. Se fatiga. De nuevo desabrocha el abrigo. El aire es pastoso. Agristado en las bocacalles.

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