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BLANCO Y NEGRO MADRID 27-10-1935 página 81
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BLANCO Y NEGRO MADRID 27-10-1935 página 81

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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F R E U D I A N A (CUENTO) los cuatro meses de la muerte de su padre, acaecida en un pueblecito de Vasconia, recibió Enrique una voluminosa caja, que era toda su herencia. Se encerró en la alcoba de la casa de huéspedes, encendió un cigarrillo y, espoleado por la curiosidad, dióse a un prolijo y detallado examen de cuanto la caja contenía. Ni dinero, ni joyas. Papelotes, muchos papelotes, que Enrique, malhumorado, iba rompiendo en menudos trozos. Un paquete de cartas con un lazo negro llamó su atención. Comenzó a leer la primera carta con gesto desdeñoso y concluyópór leer la última con avidez, con febril curiosidad... Eran las intrigadoras epístolas de un amigo de su difunto padre, de un amigo extraño y misterioso que, por lo visto, le apreciaba en extremo. En una de las cartas había una postdata, que Enrique leyó y releyó cinco o seis veces. Decía así: Ya que quieres que reserve para tu hijo los bienes que puedo y deseo proporcionarte a ti, haz que se arv iste conmigo cuando cumpla los veinticinco años, sobre la base de que, si es bueno, si es laborioso, su porvenir corre de mi cuenta; pero del mismo modo, me guardaré inuy bien, si es vicioso y perverso, de darle medios para que el malvado triunfe en perjuicio de los demás hombres. Enrique buscó la firma, que resultaba un poco rara, entre dos garabatos: K. Listo y... rióse de la duda que le acababa de asaltar. Pensó, por un momento, habérselas con un brujo, con todo un príncipe de la hechicería, únicos seres capaces de brindar protecciones tan misteriosas y de ese estilo. ¡Cielos, si en la peña del café cuenta todo esto él, Enrique Luque, mozo del trueno juerguista impenitente, matriculado desde hacía dos lustros en el preparatorio de Medicina, trasnochador, amigo de broncas y punto de baile en los cabarets... El, creer en brujos y hechiceros y hasta sentir un escalofrío inconfesable de... inquietud al evocarlos... i Qué vergüenza... Y Enrique, irgniéndose, fanfarronamente, en espíritu, sonrió despectivo y, guardó las c? rtas en lo más hondo de su baúl estudiantil. A nitas combinaciones sobre la base del Monte de Piedad, j todo agotado! Y en el sombrío recogimiento de una meditación larga, Enrique, con la cabeza entre; las manos y la mirada en tierra, permaneció más de una hora con el cerebro henchido de visiones trágicas... El valentón, el cínico, temblaba por vez primera ante las ruinas de su vida, ante al abismo negro de su porvenir, cuj o borde, pavoroso, lo constituía su presente. Enrique, como todos los audaces para la disipación, era un cobarde frente a la vida, y como todos los cobardes, sin fe, pensó en la muerte como en una liberadora, como en un supremo y eterno refugio. De pronto levantó la cabeza, interrogando a un recuerdo, y una sonrisa, la del náufrago, próximo a sucumbir, que cree columbrar la nave salvadora en el horizonte, iluminó sus facciones. ¿Y si fuese verdad... -dijo entre dientes, levantándose y buscando las cartas misteriosas. En una de ellas descubrió la dirección del incógnito caballero. Galvanizado por la esperanza y fascinado por lo desconocido, se sintió con nuevas energías. Buscó, prometió, acudió a todos los medios imaginables, y al fin logró unas monedas, muy pocas, pero las suficientes para ir en busca de aquel hombre extraño que escribía aquellas cartas más extrañas aún, ofreciendo cosas de leyenda... Aquella noche el calavera se dio, por fin, el tremendo encontronazo con la realidad, con el imposible de continuar viviendo de aquella traza. Todos sus recursos de picaro, todas sus habilidades para vivir una vida licenciosa sin poseer un céntimo ni trabajar los veía agotados. La bolsa de los amigos generosos o estúpidos, los engaños a los acreedores, la elocuencia para consegnir de la patrona otro mes a crédito, las infi- El edificio, aparentemente, np era otra cosa sino un hotel de dos pi. sos, rodeado de un extenso parque, con alamedas umbrosas encinturadas por una alta vei- ja con remate de aguzadísimos lanzones. Cercano a un lugar de Castilla, y en plena llanura, los sencillos habitantes de la aldea dieron en apellidar al dueño del hotel el Solitario, por lo inaccesible y. lo hermético de su vida. Aseguraban los unos que era un conspirador de las Américas condenado a muerte en su país y huido por tal razón a España. Afirmaban ptros que se trataba de un doctor, de renombre en? us tiempos, y a quien, desgracias de familia, habían dejado solo en el mundo, recluyéndose con sus tristezas y sus muchos años en este rjnconcito de olvido y ae paz... Pero, en definitiva, nadie sabía a punto fijo ¡uién era aquel anciano, cuyo perfil austero y cuya figura encorvada recortábase a veces meditativa en la penumbra de las solitarias alamedas. A esta mansión llegó Enrique cierto día. Se detuvo para comprobar l s señas y oprimió un botón de hueso que amarilleaba sobre la herrumbre de la maciza puerta.

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