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BLANCO Y NEGRO MADRID 06-10-1935 página 87
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BLANCO Y NEGRO MADRID 06-10-1935 página 87

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
  • Página87
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N esto salió la perra de debajo del diván, se estiró sobre las patas traseras desmesuradamente, levantando su cabeza aplastada hacia las lámparas del techo, con lo que sus lacias y largas orejas le cayeron hacia atrás. Después se sacudió y miró a un lado y a otro sin saber adonde dirigirse... Había engordado de un modo considerable, y sus movimientos eran más pesados. Tenía la gravedad de esos señores que tienen asegurada la vida exterior y que no se píreocupan de la interior, porque no la tienen. Fué de un modo incierto ya hacia una mesa, ya hacia otra, seguramente sin saber qué hacer. En menos de un cuarto de hora cambió de sitio diez o doce veces. Se tumbaha, mostrando su blanca y redonda panza con su doble fila de mamilas obscuras. Se volvía a levantar. Lánguidamente miró varias veces hacia la puerta de la calle; ipero desistió de salir. En su indolencia estaba fastidiada de pasear por las calles, desde que perdieron su. atractivo por sabérselas de memoria hasta en sus más recónditos rincones... La llamaban de vez en cuando desde alguna mesa, y ella, cuando se trataba de algún antiguo conocido, iba lentamente, bamboleándose. Movía su pedacitb de rabo- -el que Je quisieron dejar- el parroquiano le mostraba un terrón de azúcar, ella lo miraba displicente, y algunas veces, arrepentida de haber acudido, intentaba marcharse; pero el parroquiano la obligaba a quedarse. ¡Vamos! ¡E a! ¡Dame la pata... Gruñía un poco, se la daba, mirándole de reojo, y al serie brindado el terrón de azúcar como premio, lo olisqueaba, lo lamía un poco y se marchaba sin tomarlo, malhumorada, hacia el centro del café, sentándose sobre sus patas traseras. El parroquiano, por lo regular, se disgustaba ante semejante desprecio. i Valiente tonta! ¡Pues no se ha vuelto muy señorita, que digamos! Y es que la pobre perra estaba harta de dar la pata y de comer terrones de azúcar. Por eso ya, cuando la llamaban, sólo se dignaba mover un poco su pedacito de rabo, i y eso cuando se trataba de un parroquiano antiguo! Ya sabía que le iban a colocar el mismo disco... ¡Verdaderamente, era una desconsideración exigirle la pata después de haber tenido más de tres docenas de perritos! Antes era más nerviosa e inquieta y le E brillaban más los ojos; pero ahora, después de haber reducido su horizonte a las paredas del café, con todas, absolutamente todas, sus necesidades cubiertas, se aburría soberanamente. Todos sabemos que el aburrimiento es una enfermedad como el reuma o la gota y que tiene una difícil curación cuando ha i legado muy adentro del espíritu. Y el espíritu de la pobre perra estaba saturado de aljurrimjento. Allí estaba, en el centro del café, como un idohilo oriental. De VCÍ; en cuando se pasaba la pata por detrás de la oreja o por el hocico; pero volvía otra vez a su estática postura; Raimundo, el camarero, se acercó á ella, y, encorvándose un poco, la increpó con el dedo índice de la mano derecha extendido: ¡Vamos, Tula; eres muy mala madre! J Y tu hijo? ¿Es que ya no quieres a tu íiijo? Te lo voy a traer para que lo eduques. Se le alegraron los ojos un poco, pero no se movió. Efectivamente, Raimundo fué a la cocina del café y le trajo un perrito blanco a manchas obscuras, pequeño y gordinflón, que apenas estuvo en el suelo comenzó a lanzar ladridos agudos como alfileres y se dedicó a la noble tarea de querer morderle las orjas a la madre, cayéndose y volviéndose a levantar a cada momento. Ella le regañaba; pero ¡que sí quieres... Se vio obligada a tumbarle de un empellón panza arriba, mordiéndole después delicadamente, mientras él- -el muy golfo- le tocaba una zarabanda en la garganta con sus patitas traseras. Desde aquel momento fué la diversión del limpiabotas, de los botones, de los camareros y de los parroquianos próximos- -de los tranquilos parroquianos de aquel plácido café de barriada- -ver cómo la perra adiestraba a su hijito en moverse, en saltar, jugueteando con él, ya mordiéndole el rabo, ya las orejas, ya su pancilla blancuzca, mientras él la embestía procurando morderla y rodaba por el suelo a cada instante como una bola de lana. A pesar de esto, la perra no salía de su gravedad y jugaba con su pequeño vastago- -el que le quisieron dejar de la carnada que tuvo- -de un modo mecánico y no como antes, al principio, cuando yo iba a aquel café, que lo hacía con la alegría de la inconsciencia. Seguramente sabía ahora que aque-

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