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BLANCO Y NEGRO MADRID 18-08-1935 página 147
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BLANCO Y NEGRO MADRID 18-08-1935 página 147

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
  • Página147
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o menos de ima hora invertía Sirakavva en el trayecto que separaba su casa de la factoría en que trabajaba como hilador de seda. Despentábase. pues, antes que saliexa el sol, y desnudo internábase en la senda empalizada de cañas, para zambullirse en el río, claro y tibio, tan cercano a la vivienda, que cuando el Yosinogava salía del cauce, en época de tormentas. los cimientos del humilde refugio se plateaban de: espumas. Después, en tanto que se ponía su leve y clara vestidura, cantaba con cierto agudo dejo gutural una popular cantinela de amor, brotada acaso de la melancolía díí los viejos nautas, en que se exaltaba a la amada, como una aparición sobre las olas tranquilas y las auras azules del amanecer. Pero la amada de Sirakawa, su joven mujer Kayoiwa, con el flequillo de ébano sobre los amplios ojo. s de azabache, hundíase más profundamente, sonriente y feliz, en ese mejor y más indolente sueño del amanecer. Y Sirakawa, tiernamente, entonaba su nombre al tiemjK que mecía el lecho, ensamblado de cañas de bambú, tendido de plumas bajo tinas telas, y ligado al techo, como una hamaca, balanceante, con fibras de seda por él tramadas hábilmente como la fuerte trenza de su cabello. P e r o Kayoiwa, mecida por las sacudidas suaves, iábase la vuelta. La contemplaba él unos momentos, con tierno arrobo enamorado, y concluía dejándola que siguiera duimiiendo. Y, paso a pasito, bordeando el río, allá que se iba a la factoría europea. Anualmente, aprovechaba las cinco lunas que se prolongaba la industria en este quehacer entretenido, que le permitía acopiar tmos centenares de yens, suficientes para vivir el año. El resto del tiempo, el río y la selva le ayudal n con generosa prodigalidad; pero, aún sin esto, tampoco se hubiese muerto de hambre, pues el joven Sirakawa estaba capacitado para cualquiera de las minuciosas y frágiles industrias con que el país ha sabido admirar al mundo. Era cauto, prudente, servicial, sumiso; y aunque su nariz achatada casi carecía de trazo, y sus ojos oblicuos eran apenas unos puntitos negrísimos; había en el conjunto de su expresión, bajo la frente estrecha. N ¿GU uaía r ionía un signi duro de energía indomable. Y algo había de centelleo escalofriante en s personilla cuando logró reputación admirativa en el singular adiestramiento, tan apasionante por entonces en la isla, de tirar el cuchillo En las fiestas del poblado, años antes, había logrado treinta blancos sucesivos, lanzando el suyo, desde veinte xakúes de distancia, sobre frágiles avecillas vivas. Y no diremos que su notoriedad f or el hecho, alcanzase enteramente a toda su isla de Sikok, pero puede afirmarse que su fama brilló bastante más que la aguda hoja fulgente de su acero. Y como Kayoiwa no se despertara, nuestro hombre encajó la puerta, y allá que se fué con la canción prendida aún en los labios. Más lej os, rio adelante, desgajó una rama que ofrecía un fruto, jugoso y dulce, como cuajado por la brisa cálida, y el rumor de la fronda, y el suave amanecer... Ün día, cuando el sol fatigado se sumergía en el mar y desde el horizonte veía el último suspiro de luz rizándose sobre las aguas obscuras, en esa hora rumorosa y mística del anochecer, volvía Sirakawa camino de su casa con la celeridad optimista del enamorado que ha de hallar los brazos leales y amorosos como sedante del largo trabajo cotidiano. Y no se sabe por qué no llegaba aquella vez cantando como acostumbraba. Fué al bordear unos cañaverales, enhiestos como lanzas de ébano, en la misma ribera del Yosinogava, caudaloso entonces, cuando Sirakawa quedó súbito clavado al suelo. Allí cerca, del otro lado, sobre el opaco fondo del crepúsculo que cernía su tenue luz rojiza entre las frondas, vieron sus ojos, con la precisión con que acertara su cuchillo en el blanco minúsculo, la silueta de Kayoiwa junto a otra de un hombre europeo. Un iracundo latigazo le restalló en el alma; y su rostro amarillo pareció teñirse en rojo. El primer impulso del japonés fué ocultarse y observar; pero un trampolín de nervios lo lanzó súbitamente al agua ansioso de la venganza inmediata. El ruido violento de la zambullida hizo estremecerse a Kayoiwa, que, al presentir quién fuera el nadador, lanzó un

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