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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 210
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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 210

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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28 UN P E Q U E Ñ O B U R G U É S ESF L A UNION SOVIÉTICA T ensé si no sería uno de esos niños abandonados que tan crudamente nos han pintado los viajeros de Rusia, que iban en bandadas y a veces atacaban a mordiscos a cualquier transeúnte para inocularle una terrible enfermedad. iCómo habrá entrado aquí este rapaz? -pregtmté a Max, retrocediendo instintivamente dos o tres pasos. El muchacho, al ver que nos fijábamos en él avanzó hacia nosotros con una abierta y picara sonrisa. Aub recibió repentina inspiración. -i Si es el botones! Sí, soy el botones -confesó el chico, en un gracioso francés. Entonces, ¿cómo vas vestido así? El minúsculo y harapiento hombrecillo guiñó un ojo maliciosamente y dijo, mientras tomaba el papel que le entregaba mi compañero: -Es para salir a la calle, ¿sabe? Echó a correr sobre la alfombra, perdido su cuerpecillo infantil en él mugriento chaquetón. El Museo revolucionario y el de Pintura occidentol. -El autobús espera- -advirtió la señora Rudnik, nuestra guía- intérprete en Moscú. La señora Rudnik era una mujer simpática, agradable, esclava de la disciplina y el orden. Pero esta última cualidad, que en otra cualquiera hubiese resultado, en definitiva, incómoda, en ella no deja 1 a de ser grata, pues sabía dulcificarla con una perpetua cortesía. Salimos con ella del hotel y subimos al coche. Poco a poco fueron entrando los viajeros que habían de acompañarnos en la visita a los Museos: dos jóvenes chinos, un matrimonio norteamericano, una actriz finlandesa y un belga. Por el camino explicaban los edificios y lugares más notables: la catedral de San Basilio, el antiguo Ayuntamiento, el hotel Nacional. Yo iba un poco ajeno a Is indicaciones, atento más bien al aspecto de las calles y de la gente. El mismo tono general de tristeza, dentro de un ritmo más acelerado de vida. Tranvías abarrotados, arracimados de públicos, con la curiosa novedad de que los conductores pueden ir sentadas; escasos automóviles; en muchos escaparetes, el busto de Lenin, fotografías de Lenin y de Stalin; y de grandes lunas rotas, una gran cantidad dp lunas destrozadas, posiblemente en los azares de la guerra civil, y que aun no habían sido substituidas. Arriba, a la altura de los balcones, algún viejo letrero incompleto, en francés, de una casa de modas. El airtobús nos dejó ante un inmueble no muy grande, de modesta traza: el Museo revolucionario. Casi al mismo tiempo llega- ron ios esposos Durand y otros viajeros, más ica. piita! istas que nosotros, Y todos juntos, en anión del buen pueblo soviético, entramos en d Museo. El Museo estaba formado por una serie de cuadros, de grabados en los que se reproducía desgarradoranKnte tótla la trágica historia de las revoluciones rusas: el pueblo hambriento que acude ante el palacio de los Zares, que cae de rodillas pidiendo un poco de pan y es acribillado a balazos: una escena de abundancia, de estúpido derroche de manjares y bebidas, ante los ojos ávidos de los miserables; galopar frenético de cosacos sobre los aterrados campesinos; negro y rojo de las coii- spiraciones; rostros duros, coléricos, torvos. En una sala, al fondo, un cuadro sombrío en 1 que están reunidos los jefes bolcheviques. Veíase en sus miradas la fría tenacidad, la tremenda decisión, el fanatismo. Durante la visita, tuve ocasión de coincidir una vez con M. Eíurand. No me atreví a preguntarle nada; pero la sola expresión de su ro. stro me reveló todo el tormento de su espíritu. Acercóse a mí con la ansiedad de un náufrago. Y, en el revuelo de la gente, muy bajo, como deben hablar los espías, me dijo: -Amigo mío, todo esto es terrible. Ps. Verdaderamente... Y desde aquel instante procuré no separarme de él. Necesitaba afirmar mi fe revolucionaria observando niuv de cerca la reacción que en su espíritu producía el espectáculo de tales escenas. Cuando ya estuvimos todos bien empapados de ambiente marxista, nos trasladamos al Museo de pintura occidental. Allí nuestras guías ce lieron su puesto a la directora del Museo, mujer fina y culta, quien se prestó amablemente a acompañarnos. Hice lo posible por situarme junto a M. Durand, cuyo rostro había recobrado, por el simple hecho de hallarnos en un mundo occidental, aunque sólo fuese pictórico, su peculiar expresión de optimismo. Así, pues, el buen negociante en carbones esbozó una sonrisa de anticipada comprensión cuando la directora del Museo se dispuso a hablar. -Como ustedes ven- -observó la inteligente mujer, deteniéndose ante una de las telas- este cuadro representa, al parecer, una tierna escena familiar: el padre, sentado, fuma en su pipa; la madre, esposa admirable que no puede permanecer ociosa, se entretiene en una labor doméstica; y los dos niños juegan inocentemente con el peSro, que parece sentirse también feliz en el hogar. Esto creería cualquiera, una mentalidad burguesa, por ejemplo. Pues bien; fíjense ustedes en la mirada del padre; fíjense bien y díganme si no descubren en ella la angustia, el hondo pesar de una

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