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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 208
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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 208

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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26 UN PEOUEÑO BURGUÉS, EN LA UNIOS SOVIÉTICA bía aleccionado ya lo suficiente para no incurrir en semejante excentricidad. ¿Cómo hubiera caído en Moscú, en el corazón mismo de la U. R. S. S. tal sentimentalisjno? La dejé, pues, con una vaga e inútil melancolía, seguir su camino tuerte y duro, y volví la atención al grupo de extranjeros, más o nienos turistas, que acabábamos de llegar. Frente a la estación esperaban dos grandes autobuses. Y aunque yo supoaía que todos habríatnos de someternos a un único criterio de nivelación, que allí no habría Clases vi con asombro que para nosotros sí las había; es decir, que se nos clasificaba, como en cualquier país capitalista, en viajeros ds primera, de segunda y de tercera. Nos separamos del matrimonio Durand, a quienes su opulencia permitía segujr siendo burgueses a los ojos mismos de Stalin y subimos a nuestro coche. Subí a regañadientes, gruñendo, irritado de aquella tremenda humillación. Y con la ventaja de mi español, de este hermoso y consolador idioma que nadie podría entender, dije a mis amigos: ¿Qué os parece? Después de la revolución social más terrible, el burgués sigue siendo burgnés. ¡Ccano si nada! i Como si no hubiera pasado n a d a! Y añadí, en tono patético: -I Ah, esto mé quedaba que ver! Max y Medina procuraron tranquilizarme: -Calma. Todavía no sabemos... Ellos lo hacen, seguramente, por agradar. Somos extranjeros; son nuestras costumbres... y las respetan. Yo creía- -respondí sombríamente- -que por ¿1 hecho de venir aquí todos saríamos camaradas. El coche de los de primera clase -r- ¡qué sarcasmo! -partió hacia su hotel, y poco después arancó el nuestro. EJ pavimento estaba algo ntejor atendido que en Leningrado y se notaba mayor animación en las calles; pero, desde luego, había una enorme diferencia con la de cualquier gran capital europea. Las niasas hünKinas eran mayores y más densas que en Leningrado, aunque mi primera y fugaz impresión de Moscú- jue después vi confirmada- -fué lá de una ciiídad caótica, isín la grandiosa belleza de la otra capital. Pasamos la amplia plaza de Sverdlof, torcimos por tjna hermosa calle y. de pronto, sin preparación, un inmenso rectángulo duro, grisáceo, de hierro; un enorme espacio en el que la atmósfera parecía lás baja y apretada, en él que el aire era más denso y turbio, en el que se había cuajado la historia, en el que sonaba como un ordo y tragjco latido, en el que imperaba un sobrecogedor silencio: Plaza Roja. En el centro, a la derecha, escoltado por una hilera de pequeños árboles, roio y negro, liso y geométrico, el mausoleo de Lenin. No había muros bastantes para mi avidez, ni blancas torrea y verdes cúpulas, ni sombríos edificios en que mis ojos pudieran detenerse, en la marcha acelerada del autobús. Sólo un fugaz y perenne episodio, ya traspuesta la gran Plaza y antes de llegar al hotel: el de aquella humilde mujer que se para eñ medio de la acera, frente a una pobre iglesuca, hace una profunda reverencia y se santigua. El botones sale o la calle. No habíamos hecho más que salir de la Plaza Roja (Krasnaya Pioschad) y atravesar ún puente sobre d Moscowa, cuando d. autobús aminoró su marcha y, en s ida, paró. El hotel- -dijo Max, que iba mirando por aquel lado. Saltamos precipitadamente del coche y dirigimos una rápida ojeada al edificio. Era un enorme inmueble, completamente aislado. El ángulo principal y una de sus fachadas miraban al río. Una línea de tranvías pasaba por la puerta. Si he de ser sincero, el excelente aspecto del hotel, que no desmerecía del de Leningrado, y las comodidades que en su interior se adivinaban, me llenaron de desaliento. Aquello, amigos míos, era un buen hotel, V nosotros veníamos a ser allí unos inmundos burgueses, unos seres privilegiados para Jos que, por lo visto, se había implantado el comunismo. Se nos recibió con Já misma correcta amabilidad que en un hotel particular cualquiera. El portero, uniformado, galoneado, se inclinó a nuestro paso, seguido de unos botones verdaderamente magníficos. En un déspachito de la planta baja entregamos nuestros pasaportes a un empleado, y una señora, que debía ser la directora, indicó ¡as habitaciones que habíamos de ocupar. Como en aqud momento no estaba libre ninguna lo testante amplia para los tres, el grupo españoil hubo de dividirse: mis amigos fueron a un mismo cuarto y yo, solo, ocupé otro: el 304. Mientras subía la espaciosa y alfombrada escalera hasta el piso principal, precedido de la- ¿sirviente, camarera? -camarada que había de instalarme ep el 304, fué invadiéndome ün explicable remordimiento, v Poa- qué razón iba yo a i gozar de atenciones, de. cuidados, de comodidades de que tantos otros carecían; ¿No estábamos en la Unión Soviética, en Moscú, en el país donde se han abolido das diferencias sociailes? Aquella muchacha que iba medio deíante de mí, con su rojo pañuelo a la cabeza, ¿por qué tenía que ponerse a mi servicio? ¿Paria qué aquellas alfombras, todos aquellos detalles de un pasado esplendor que salo suscita ambición, ansia de lujo y de dominio? Al final de un ancho pasillo, la muchacha habló unas palabras con otro camarada, sentado ante una mesita y que debía ser d en-

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