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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 198
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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 198

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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t 6 UN PBSUEÑO B U R G U É S EN LA UNION SOVlETICA El robusto negociante pasaba de wio a otro sus ojos intrincados. Aventuró: ¿De Tnodo que ustedes temen... Medina hizo un gesto ambiguo: -Temer, temer... Evidentemente, la frontera rusa siempre es un pelig ro. Depende dei humor que tenga, al llegar nosotros, la guardia roja. ¡Bel humor! -S í ya sabe usted que no pueden ver a im burgués. La presencia del burgués los exalta, los pone frenéticos. Serían capaces de todo. M. Durand no sabía si tomar en serio o en broma aquellas palabras; pero dijo: -I Bah! Han pasado ya muchos años... iHa venido a Rusia mucha gente... Entonces crucé por vez primera mi palabra con M. Durand: -iFIan venido muchos, sí -fecanoct axiesámente- pero, ¿cuántos haii vuelto? La pregunta pareció impresionar hon. laTOente al industrial. 3 reditó unos instantes más qtie para contestarla, para inyectarse una dosis de valor: -Llevo niiis. dooumfintos erii forma- -dijo- y además, está ahi la Eníhajada ríe Francia. Se despidió de nosotros y entró en su depairtamento. Pocos tnomentos después cerramos el nuestro y nos acostamos. Pero yo no podía dormir. Y no era sólo la emoción, a. eudn y directa, de saber aue pocas horas más tarde, al llegar ía mañana, había de encontrarme cara a cara con uns sociedad nueva, con un mundo d esconocido, con na vida extraña, sino aígo que le daba ya al viaje un tinte dramático: nuestra entresí a absoluta al azar, al incierto fin de aquella aventura, De cara al techo del igón, emtí cé a imag inar los peli. gros eme nos aguardaban: vigilaricta oculta y tenaz, mazmorras de la IG. P U. fusilamiento contra un minro... Mas a fuerza de pensar en ellos, de defomf- irios. acabaron por parecei- nfc. fáciles ile vencei Y ya deseaba que sucediese algo, aígo grave y serio, para teneír luego qué contar. -i La frontei a, Ja frontera -adv rtió Max- ¡iPor ahí viene el primer soldado rojo! i íos asomamos al pasillo. i vanzaba, en efecto, un soldado alto, vigoroso, seguido de otro de mediana estatura. Ambos llevaban un amplio capo ón gris- verdoso v una gorra con una estrella grande, de cinco puntas, encima de la visera. Mascullaron imas palabras en ruso y ofrecimos nuestros pasaportes. Mientras los examinaban, procuré reves- tifme de valor. -r Ahora 1- -pensé, en la segvtridad de que aquellos hombres nos someterían a un registro minucioso, a un interrogatorio feroz. y nada. Limitáronse a estampar allí mismo, apoyados en la pared del departamento, un sello en tinta sobre los pasaportes, con la fecha de entrada. En seguifk, los devol- vieron cOn frío gesto, en el que no había ni cortesía ni hostilidad. -Esto es ahora- -me dije- para que no nos volvamos. Pero, una vez dentro... El tren se había detenido ante un pequeño edificio que debía ser la Aduana. Mis amigos y yo quedamos un instante indecisos, sin sal er si bajar o no las maletas; pero inmediatamente subieron unos mozos rusos y cogieron nuestro equipaje. Acjuello me pródujcj- -la verdad- más que sorpre. sa, disgusto. Estuve a punto de decir: ¡Eh, camarada! i Deja esa maleta, que todos somos iguales! j Ya no hay criados! M; is como no me hubieran entendido, opté por callar, Érente a. la casa estaba un piquete rojo. Observé disim. uladamente, al pasar, a los soldados. Había algunos altos y fornidos, pero otros eran de baja estatura y carecían, en general, de ese aspecto impresionante que algún desfile de películas soviéticas comunica al jército rojo. Los mozos depositaron las maletas solxe un pequeño mostrador y se retiraron. El importe de su servicio lo pagaríamos allí, a las encargadas de la Aduana. Dos señoritas, en cíecto, comenzaron a examinar nuestro equipaje. Lo hacían sin titubear, con esa habilidad específicamente femenina para darse cuenta de todo de una simple ojeada. Yo llevaba varias prendas envueltas en periódicos franceses y españoles, y una de aquellas muchachas, como la cosa más natural, deshizo los paquetes y apartó a un lado los periódicos, con inconfudible propósito de quedar, sc con ellos. Y se los quedó. Manos de mujer bolchevique, a juzgar por su gorra, de visera rígida, con la consabida estrella. Cubríanse: una, con un ligero abrigo, y la otra, con un impermeable, Y. bajo la seriedad de su cargo- -mujeres jóvenes, al fin, brilló un fugaz guiño de ojos, una sonrisa curiosa y maliciosa ante nuestra exótica preseticia y el aspecto burgués del matrimonio Durand. Como el tren no llevaba restaurante, pasamos a otra habitación, donde había instalada una modesta cantina. Una humilde mujer, con un pañuelo rojo atado a la cabeza, nos sirvió un vaso áe té. Y allí fué donde M. Durand, siempre atento, a cuanto hubiera en su derredor, nos indicó una gran fotografía del jefe bolchev que- a primera de las innumerables que habíamos de ver en todas parte. s -colgada de la pared. ¡Lenin! -dijo el negociante en carbones mirando, no sólo a nosotros, sino a la cantinera y a las otras dos bolcheviques. Y como todos hiciéramos un gesto inconfundible de asentimiento, levantó el brazo y asegiiró con firmeza: Muy propio! Su misma calva, ¿eh? sus mismos ojos diiquitincs, su misma t rbita... Bebió e! últijuo sorix) de té y exclamó: i Un grande hombre!

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