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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 195
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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-08-1935 página 195

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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PEDKO CAKCIA VALDES Í 3 Et JAKOTN DE C 4i TAl, ItíA. lENINGRADO. -Vamos, señor; convénzase. -No es propio de un hombre como el señor... Para eso estamos aquí nosotros. Max apenas podía resistir la lluvia de proposiciones. Había instantes en que se detenía, en que soltaba el asa de su infernal maleta y una sonrisa de liberación se anticipaba en su rostro. Pero nosotros, que no le perdíamos, de vista, le recordábamos entonces con la crueldad de nuestro egoísmo: ¡Tu palabra, M a x! ¡No olvides tuí palabra! Y aquella alusión al pacto de los tres le contenía y le obligaba a proseguir- su marcha. Mas hubo tm momento, cuando sólo faltaban doce o quince metros para llegar al tren, en que nuestro amigo ló olvidó todo su compromiso, Rus ia, la burguesía, el comunismo y, dando un grito de júbilo, subió de un salto al vagón, inientras entregaba su plúmbea y dramática maleta a la voracidad de aqudlos buitres- De aquellos, buitres que en un segundo cayeron sobre ella, la suspendieron en el pico y la depositaron blandamente, con exactitud matemática, en la redecilla del coche. Al marcharse los porfeurs, nos dedicamos a curiosear un poco por el tren. En el vagón inmediato iba M. Caripol. a qoiien sailudamos atentamente. El ilustre crítico musical saltó de su asiento y vino a nosotros. En el coche de delante- -advirtió- va un matrimonio francés, que hace nuestro mismo viaje. ¿Jóvenes? -Unos cincuenta años. Véanlos ustedes. Monsieur Durand y su esposa: dos perfectos burgueses. Y Caripol pronunció aquellas palabras unidas a su extraño guiño de ojos, que no sabíamos, aunque sospechábamos, si ocultaba una intención marxista o era, simplemente, el iic nervioso que nos pareció haber descubierto en él. Le respondimos con una sonrisa, que no nos comprometía a nada, y avanzamos a lo largo dal pasillo. Allí estaban, en efecto, monsieur Durand y señora. Grueso, robusto, macizo, gran cadena de oro sobre el chaleco, aparatosas sortijas y un aire de aplomo entre el humo de su pipa, monsieur Durand venía a ser como una fuerte caricatura de monsieur Herriot. Y su esposa, sentada frente a él, tenía esos rasgos amables de mujer tímida y bondadosa, indispensables para que la ingente personalidad de M. Durand se acusara con mayor relieve. Como a lo largo del viaje habían de presentarse múltiples ocasiones de entablar conversación con el matrimonio, nos pareció discreto dejar que monsieur Durand consmniera plácidamente su pipa, y volvimos a nuestro coche. El departamento fué llenándose rápidamente de viajeros; entre ellos, una hermosa seS ora polaca, con un niño más bello aún que ella, y un viejo de aspecto humilde, que se mantenía retraído en un dncón. I señora iba, según dijo, a Varsovia. El anciano guardaba un hermético silencio.

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