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BLANCO Y NEGRO MADRID 23-06-1935 página 111
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BLANCO Y NEGRO MADRID 23-06-1935 página 111

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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¡NOCHES D 3 AHJUANÍ N el tesoro infantil de los recuerdos, la oche de San Juan se me aparece como un acanto fragante de misterio: de contemplación emocionada de las hierbecicas del campo; de interpretar el sentido esotérico de la canción del arroyo, oculto entre mimbrales; de sentir el influjo de los astros, que esa noche parecían prc pícios a desvelamos su hondo sgcretíj; de escudiar un murmullo lejano que subía del valle, entre las sombras. Noche profunda, en que los seres, saturados de míticas esencias, pretenden escudriñar su destino en las señales del suelo y del cielo; noche inquietante para quienes escuchan el silbo del ave de la supersticióti, pero en la que todos se sienten un poco desarraigados de la lógica cotidiana, pensando en arrebatar a las sombras un poco de la lumbre oculta. La visión encantada surge suavemente, precisa y exacta. En el paisaje del recuerdo, la estampa serena y honda cobra todo su antiguo prestig io. Callada y estática, envuélvese en un velo vagamente azul; brotan luego en ella detalles que habíanse dormido en nuestra memoria y nos hallamos, al fin, formando parte del retablo como en V E J 5 L. los días maravillados de nuestra adolescencia. ...En la enorme cocina hogareña, de recias piedras ren fidas, quemábanse hacecillos de romero, de aliagas, de sarmientos, cuya llama prendía en las rugosas cepas. Brillaban sartenes y calderos, dispuestos a recibir en su cálido xegazo, hasta devolverlos condimentados y olorosos, los variados manjares. Una lengua de lumbre ponía encendidos reflejos en el rostro joven de una guisandera, avivaba el rojo violado de los recios vinos de Levante, ponía un relumbre de sol lejano eti el verde amarillento de las aceitunas, sacaba de la habitación en sombra una gloria de blancos manteles. Cena ancha y sosegada, con rezagos de costumbres patriarcales, en la que el padre troceaba las rubias hogazas con sus propias n a n o s repartiendo los cachos solemnemente; abierto el ancho portal que daba al campo, desde el que llegaba un lejano croar de ranas, una grave cadencia de g: uitarra, los sones de un acordeón, nostálgico de mares exóticos, resplandores de hogueras... las lágrimas de algún cohete que lloraba porque no había podido subir a las estrellas. se hundían en la sombra, hasta quedar sobre Y luego del copioso yantar, prender fue- el alma muda de las cosas- -augusta y sogo a centenares de cohetes que estallaban berana- la Noche. rompiendo la quietud campesina, mientras Era en ese silencio preauroral en el que que el olor a pólvora enardecía más y más nuestra sangre agarena y no nos cahsáibamos de aplicar la encendida mecha a los alípedes diablejos tronitruantes. Casi mediada la noche, encendíase la hoguera familiar, a la que cada cual arrojaba n objeto inservible que pudiera alimentar su rojo corazón insaciable... Y eran, entonces, las canciones del corro que giraba alrededor de la lumbre, mientras que en los cerros próximos y en los montes lejanos, como respondiendo a un conjuro mágico, se encendían las hogueras hermanas. Giraba la rueda festiva, ebria de juventud y de loco entusiasmo, en tomo a la imponente hoguera. Las sombras, alargadas, trepaban por las paredes de la vieja mansión familiar, se hundían de la otra parte, en la gracia de los céspedes floridos; reaparecían obscuramente en los gredosos rasos, temblaban en las aguas del estanque, serenamente dorrtído en el regazo tibáo de la noche. Después de algunos giros, las personas sensatas- a las que solía secundar alguna que otra pareja de enamorados- -sentábanse plácidamente, arrimando las sillas a los muros de la casona, para contemplar los juegos de la chiquillería, que, incansable, vibrante de gritos, saltaba sobre el rubicundo rescoldo. De vez en vez, la explosión de un petardo levantaba un revuelo de chispas. El j a o de las horas iba imcnguando d entusiasmo y se hablaba de irse a acostar; pero nuestros sobreexcitados sentidos hacían que no sintiéramos deseos de dormir. Por eso, cuando todos dormían en la casa, gustábamos de abrir la ancha ventana que daba al campo, para, desde ella, sentados sobre el holgado mainel, contemplar la augusta sertaiidad nocturna. Todavía, de vez en cuando, rasgaba algún cohete eí velo encantado de la noche, proyectando su lluvia de oro en la quieta lámina del estanque. Oíase más bronco y rajado el croar de las ranas; sonaba, intermitente, la flauta del sapo; de entre la esipesura. como un eco burlón, llegaba d canto del cuco... De pronto, leve, alígero, majestuoso, brotaba un globo de la sombra, para perderse, como una estrella más, en la alta noche. ...Iban apagándose las lejanas hogueras; los sones de los músicos instrumentos y el eco de las risas de las vecinas heredades -i

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