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BLANCO Y NEGRO MADRID 02-06-1935 página 204
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BLANCO Y NEGRO MADRID 02-06-1935 página 204

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
  • Página204
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GENOVEVA- MARIA LUISA- MINA terpretar, sobre todo cuando es. uno novato o poco m- onos, en cuanto a las terinas de expresar un amor que tenga que ocultarse. Le pareció, sin embargo, sabe Dios por quadvertencia íntima, le pareció que no era ella indiferente, y hasta que acaso compartía el sentimiento que inspiraba. Como él era, por la sencillez de. su alma, todo lo contrario de un fatuo, se negó a admitir aquella idea consoladora, conformándose con tributa: rle esas consideraciones esp- eciales que autoriza la amistad entre matrimonios. Pasaron así algunos años. ¡Cuántas piasiones secretas se ahogan, dejan de asomar a la superficie, permanecen en el fondo de las ahnas, y poco a poco, a fuerza de tiempo, se espiritualizan, se esfuman, o desaparecen por falta de voluntad, de ocasión o dé insistencia! ¡Cuántas semillas han dejado de germinar, ahc jadas por la mala hierba, por la sequía, por la dureza del suelo, o por él exceso de humedad! Cuando, un día, supo Alberto Minval que Aurora estaba enferma- -enferma de muerte, como decían los campesinos- aunque había dbservado las diferentes fases de la enfermedad ¡gjie la consterna, se quedó aterrado. Hiabia U a d o a acostund rarse a aquella debilidad, y hasta le entemeda, pero se figuraba que iba a durar nrndio, mucho; tanto o más que él. Y, de pronto, se le escapaba de entre las manos aqudla dulzura de su vida frustrada. No pudo ver a Aurora, pues el médico prohibió las, visitas que pudieran impresionarla. Los fáctdtativos se toman una autoridad intctia respecto de los moribundos. No pueden impedir que entre la muerte en ¿1 cuarto del enfermo, pero cierran las puertas al amor y hasta a la amistad a pretexto de una impresi- n nue ha llegado a carecer de importancia. De ésta manera privan a sus infortunados clientes de un consuelo supremo, y a veces de un ademán, de una frase que resumiría o completaría su existencia. Alberto estuvo rondando la casa de Lantenay, sin awe le fuera posible entrar en d b perd fué el primero que tuvo noticia d d fallecimiento. Entonces echó a andar por los mudles hasta que el cansancio y la costumbre de comer a una hora fija le hicieron volver a c s para no alarmar a su mujer, a quien el menor retraso asustaba. Los hombres que dirigen en resas importantes pueden disimular su pena íntima, su insomnio y sus salidas con las preociq) aciones del negocio y la pesada carga de sus responsabilidades. Adriana Manval no pudo sospechar nada. Vivía esdava de las numerosas y absorbentes preocupaciones ique se cre Ki ella misma a diario con sus quehaceres domésticos. Oiiíeres leer esa carta sola o conmigo? i Dispénsame, de leerla! Te lo m t t na vez más. Alberto podía rectificar en el últisno instante; reservarse sus intitnidades ante la compañera asociada a su vida desde hacía más de veinte años, pero acarició con la. mirada aquel rostro cansado y candido al mismo t i e n dulce e intranquilo, lumino so y marchito, que parecía, en los umbrales de la vejez, conservar los fidgores de una infancia prolongada, sin haber pasado por la juventud, en la cual nos precipitamos sin ningún género de precauciones. Amaba a su mujer hasta en su debilidad, y acaso por su debilidad misma. La conocía lo bastante para saber que padecería más con lo que pudiera imaginarse que con lo que supiese, V se decidió a revelarle el secreto que tanto había deseado no descubrir a nadie, sepultándolo en el fondo de su alma, en ese santuario íntimo, donde alineamos las urnas funerarias de nuestros axnores difuntos. -iNo, n o es demasiado tarde. -Pues déjame. -íVoy a la tarraza y en s e i d a nos reuniremos. La carta tenía una fecha que hizo retroceder a la lectora en sus recuerdos, un espacio dé siete años. Adriana lo calcule exactamente. Cogió el papel Con repugnancia, como sí tocase algún objeto contaminado. A pesar de todo, la impulsaba a leerlo un sentimiento, mezcla de curiosidad y de celos. Querida amiga: Cuando ayer, ya muy tarde, fítí a ver a usted, desfmés de un día muy atareado, me articé en el recibimiento con su última trisita. Ya no ImbUi niwiuna otra. Usted estaba sentada en sti jardiniüo que da al Campo de Marte, y tan absorta que no oyó fftie me acercaba. Me detuve mucho tiempo en el umbral d- e la puerta, antes de llegar a su lado, y la contempló. Na ÍÍÍbía. usted que yo la miraba, y ahora le pido aue me perdone que la sorprendiera en la doloroso meditación que crispaba su rostro- -ese amado rostro cuyas expresiones todas coHosco perfectamente- -y nublaba sus ojos. Estaba usted tan triste que tw pude contenerme Aurora- -le dije- -no está usted soh en su dolor. No se enfadó usted ante mi indiscreta- intrusión, v me contestó sonriendose: Siempre se está solo y tío tengo dolor alguno. Me rechasaba usted, pero con dulsura. No me atreví a insistir en la confidencia que me era negada. Con la pluma en la mano tengo vtds osadía, y necesito decir a usted muy bajito, de modo aue apenas me oiga, que la amw haee ya mucho tiempo. La amo con él cariño más respetuoso y más tierno, que no espera nada, que en nad- a confia- eme se conformaría con atenderla en una desdiclta que no puede usted evitar que Jtáya adivinado, y cuyas fases todas he observado con ansiedud. De seguro es muy ra ra la felicidad en el matrimonio, que debería obligar a una anión, corporal, espiritual y de las almas aue es casi imposible. A falta de una- felicidad qramde puede lograrse un acuerdo que tenga en cuenta las diferencias de sensibilidad y de carácter. Usted no

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