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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-03-1935 página 126
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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-03-1935 página 126

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
  • Página126
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tarla, olvidado de qtie es innwrtal, y se Oeva a los hijos y los excita contra la madre y rompe el matrimonio. Y es entonces en la casa la anarquía, la ruina, la guerra. El vicio, la brutalidad, el dolor. Él marido toma otra, otras mujeres, caducas, que le enj -añan y le explotan. Se desencadenan todas las crisis... -jPero la Providencia vela. -Siempre vela la Providencia. La mujer es madre. Desde su destierro o sus prisiones, reclama heroica, enamorada, santa, la paz del hogar y el amor de sus hijos, para salvarlos. Ni quiere ni necesita más. Para ellos vive y enseña. -Hijos del marido, del Est ido, también. Ciudadanos de la Tierra y ciudadanos del Cielo. A éste por los caminos de la otra. Por lo cual, el Estado dice, a su vez, a la I. s lesia: Atiende, mujer: la casa reclama orden, pro. Sifieridad, pa a nuestras órdeties, hijos buenos y robustos. Obedientes a ti y a mí; enamorados de los dos, que ni prefieran ni sean preferidos; ciudadanos. La I. arlesia escucha. La If lesia escucha siempre. -El marido continúa: tú eres la mujer y la madre. Tú estás siempre en casa, siempre en casa. Yo, siempre fuera, en la calle, en la faena, en el combate. Ganando y per l ¡en lo. Luchando. Me faltan tienjípo y carácter de educador. V o necesito hijos perfectos. Tú sabes parirlos y formarlos. Házmelos numemcrosos- -eres fecunda- santos como tú, fuertes c nio yo. Enamorados de nuestra casa, de nnesfra historia, que teng- an de tí el ansia del Cielo y de mí eJ afán de la Tierra. Para t; d losjro, yo te ofrezco cuanto tensío. i ónialo, t ue todo es tuyo. Alag- aíficas palabra? -Con una sola condición: al César, l o que es del César. Sí; y a Dios, lo que es de Dios. -i Naturalmente! El marido añade: no te inmiscuyas virünwnte en mi paz y en mi guerra, ifeinda en mí, a través de nuestros hijos, corrígeme y corrígenos maicrnalmeníí? No olvides jamás tu calidad de mujer. ...El cardenal me había escudha lo, fuertemente interesado, sereno y atento. Sin duda, ante su i ensamiento, lo mismo que ante el mío, él con sus ojos de Iglesia, yo con los njíos de Esta lo, se tendía todo el hosco panorama de la azaro, sa vida del matrimonio de las dos potesta ies a lo largo de la Historia. Entraba el claro sol en la estancia, iluminando la mesa que nos separaba, donde un crucifijo de marfil- (rristo vivo en la Cruz- -nos presidía, y dejándonos en sombra, una sombra apacible y transparente, con libros, muchos libros a nuestras espaldas. Por mi voz acábate de hatóar el ansia justamente anAiici sa y encendida del Estado. En los oídos del cardenal escuchaba Un oído de diecinueve siglos de civilización y de santidad. Marido y mujer mirando por la Casa. Repetí: -La iglesia, mujer del Estado. Sonriendo, el cardeníd replicó, sin ademán alguno, con voz tranquila: -i De acuerdo, de acuerdo... Sólo le f ilta a usted buscarme ese marido... Jl ¡entras yo oía al político venecianc la ntarea no había ce. sado, como siempre, de batir las rocas, de tomar y dejar la playa. Mar y tierra: el matrimonio apasionado que ise abraza y riñe... -E. Zitloaga. U te.

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