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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-02-1935 página 77
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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-02-1935 página 77

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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y A A J: i LA i i A. s oí PACm. DE QlANACAURE s f f i d -b UÁSCAR, el extraño hechicero indio, se incorporó de un salto en su yacija de hierbas. Entre los aullidos del viento de la noche, habían llegado hasta él unos imperceptibles lamentos como de recién nacido desde la puerta de su misteriosa gruta. Al principio no los había prestado atención. Otras noches también, entre los bramidos del huracán, habían venido a sorprenderle tales misteriosas quejyrnbres: las que dejaba escapar en torno suyo el Cupay (el diablo) que ronda eternamente a los hombres. Pero los de hoy sonaban de tm modo extraño. Salió. Junto a la puerta, una mujer moribunda, con un niño desnudo en sus brazos. El rostro de esta mujer era el rostro de la que nunca fué tocada por la lumbre del Sol, y sñs manosV las manos que jamás conocieron el contacto de los utensilios aerícolas. Su hermosura era de las qite sólo pueden encontrarse en el Aclla- huasi (Monasterio de las Vírgenes del Sol) Y la mujer gimió: ¡Pacháricuc! ¡Pacharicuc! Huáscar la condujo al interior de su gruta, recostándola en su propia yacija. Luego le dijo: ¡Habla! Y Oya contó su terrible secreto: E r a una vestal, una de las vírgenes sagradas del Sol residentes en el gran Monasterio del Cuzco. Había tenido que huir del Acllahuasi dos días antes por... Huáscar, el extraño hichicero, la hizo callar con un signo: ¡Basta! Comprendía todo el horrible sacrilegio cometido por esta mujer y lo que la esperaba. Las vírgenes sagradas eran las e s cogidas para mantener perennemente avivado el fuego sacro, el que d cielo hacía caer cada año en la madrugada del Raymi (fiesta de los solsticios) Eran las esposas del Sol, investidas de H la máxima autoridad ante los poderosos Emperadores y eternamente encerradas entre los muros de su santuario en espera de que el divino esposo les llamase a su presencia. Pero i ay de la que conociese el amor de un mortal! El castigo terrible de los monarcas Incas caía sobre su cabeza con la celeridad y la furia cjega de un rayo descendido de las alturas. Después de ser expuesta durante un día entero a la befa popular, era emparedada viva, y el seductor, después de haber oído extinguirse los últimos lamentos de la condenada, decapitado siii piedad, juntamente con sus padres, hermanos y familiares. ¿Sabes, desventurada mujer, que es este castigo el que te espera? Pero Oya no se inmutó. N o la importaba morir ni había huido por salvarse. Sólo quería salvar a su hijo, al tierno infante que ahora lloraba desnudo e inocente junto a ella, sobre las pajuelas de la yacija del Pacharicuc. La voz cavernosa del divino tuvo temblores de miserte al hacer una nueva pregunta: ¿Quién es él? La sacerdotisa del Sol tomó eii sus manos al recién nacido. Y se lo mostró: -Mira su color. El es el hombre blanco. El que vino en sus naves de países remotos, abatiéndolo todo con su espada E s fuerte como el árbol centenario de la selva y hermoso como el dios de nuestras leyendas. Su nombre... Alvaro de Bazán. Huáscar cayó de rodillas, humillando su frente en el polvo: -i Maldición! ¡Maldición! La noche h a llegado, y el poder del Sol se acaba para siempre. -Espera- -dijo Huáscar, arrastrándose hacia el fondo de la gruta. Luego volvió. En su mano izquierda traía un obscuro recipiente. -La Pacha, conocedora de los destinos, de los hombres, confirmará mis presagios. Tembló Oya a la sola enunciación, de este nombre. Varias veces habían llegado hasta

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