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BLANCO Y NEGRO MADRID 28-04-1929 página 104
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BLANCO Y NEGRO MADRID 28-04-1929 página 104

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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BRÍGIDA Y SU BODA cariñosa Chonchón. Le enseñé mis niños, y soltó una carcajada. -Pero, ¿es posible? ¿Tú, haciendo de niñera, en el Luxemburg- o? Te felicito, virtuosa joven. La caridad es cosa muy bella; pero no te deseo un encuentro con tus parejas de este verano; con Miguel Doret, por ejemplo, pues pudiera suceder que te quedaras comiendo pavo en la primera reunión a que asistierais ambos. ¡Adiós, chica! Vamonos pronto, Chonchón, que en este jardín se queda nna helada, y estoja muerta de hambre. Veníamos del Odeón, y lo que menos podía figurarme es que iba a verte aquí. Chonchón me dio un beso y echó a correr detrás de la marisabidilla de su hermana, a quien, al parecer, le corría prisa separarse de mí. íRepentinaniente me pareció que el Luxemburgo se ponía gris y frío. Dije a los niños: ¡Vamonos. de un modo tan brusco, que el pobre 3 aniel se echó a llorar. Entonces, para tranquilizarle, compré castañas asadas, que pusieron alegres y calentaron a todos. Me olvidé de María y de sus burlas; me olvidé de la violencia que significa para mí esta ocupación diaria; hasta me olvidé de mi contrariedad amorosa. Amiga buena repetían Cri- stina y Daniel, conmovidos por su agradecimiento, y yo, oprimiendo contra mi corazón a aquellos angelitos, sentía que me rodeaba una tranquilidad, una paz misteriosa. Sí; los hijos de Fabricia son mi consuelo. También el arte me consuela a su modo, como la caridad: parece que me aproxima a Gaspar. Yo no podré hacer nunca cosas tan grandes como Laura Martín. Ya he visto sus famosos paisajes expuestos en la calle de la Boetie. Son perfectos, naturalmente. pero me parece que les falta alegría, brillantez, juventud; que sus colores no brillan. De todas maneras, su trabajo es bueno. Ahora, que yo puedo hacerlo tan bien como ella, en lo mío. Actualmente, en el estudio estoy componiendo unos dibujos para telas. He puesto en ellas pájaros y flores admirables y toda mi ilusión de desplegar sus alas recogidas. Mi profesor se queda asombrado al ver mi obra, y siento tentaciones de decirle: ¡Si usted supiera cuántos ensueños echo a volar! En ello pongo todo el entusiasmo de mi juventud, que se ahoga en la vida gris, y necesita, para desenvolverse, imaginación, belleza, alegría... Ayer me enteró mi hermano Ivo de su noviazgo con la muchacha de las margaritas, la linda Emilia, a quien auxiliamos con motivo de una avería de su automóvil. Di un abrazo al feliz enamorado. ¡Me alegro mucho! Emilia es encantadora. Es la hermana que yo quería. Va a haber, pues, una boda en casa. ¡Y no será la mía! He llorado mucho durante cinco minutos. Nunca me permito llorar más tiempo. Al cabo de los cinco minutos, el pañuelo enjuga los ojos, me paso por las narices la borla de los polvos y me pongo a cantar... con más o menos afinación, eso no importa. Me parece que a Dios le gustan esos cánticos. Me estoy haciendo muy religiosa. Todos los días, al salir de la calle de Cassette, entro en San Sulpicio, y bajo las grises bóvedas de la iglesia donde tanto se ha rezado me arrodillo durante cinco minutos; el mismo tiempo que concedo al llanto. Probablemente los cinco minutos en oración compensan todo el daño producido por los cinco minutos en lágrimas. En voz baja, digo: No soy más que una débil criatura. Ayudadme, Señor. Ahora añado, temblando un poco: Hágase vuestra voluntad. En cuanto pronuncio estas palabras, que me cuesta mucho trabajo decir, parece que desciende sobre mí un suave bienestar. Así, pues, mis consuelos son el arte, los hijos de Fabricia y San Sulpicio. Antes se lo contaba todo a Mercedes; ahora huj o de ella; se parece demasiado a su hermano. Noche de diciembre... Nieva copiosamente. Pronto acabará el año, este año dulce y cruel, en que he cumplido los dieciocho. El año nuevo me da miedo. Estoy preparando los regalitos para los niños. Elena tendrá un bolso de mano; Lucio, un mecano; Daniel, un tren de esos que corren, dándoles cuerda, y Cristina, una pepona. ¿Por qué seré tan vieja que no deseo otras felicidades que estas felicidades infantiles? Reanudo hoy estas memorias, porque deseo escribir, trémula, unas líneas. He vuelto a ver a Gaspar. Aj er, en el jardín del Luxemburgo, estaba yo cuidando de mis niños, cuando vi venir hacia mí a Mercedes y a su hermano. Ella me obligó a pararme, y, contemplando a los cuatro pequeñuelos, dijo: Cuánto me alegro de conocerlos! Esta- -i es Elena; ése, Lucio; aquélla, Cristina, y el otro, Daniel. ¿Cómo los conoces, si nunca te he hablado de ellos? Me contestó, jovialmente: -Lo sé todo; lo sabemos todo. ¿verdad, Gaspar? Eres una muchacha excelente, Brígida. No volverás a andar con tapujos conmigo, ¿eh? Me cogió del brazo... como otras veces, para que camináramos juntas. Oí unos gritos penetrantes, como los que suele dar el picaro y amado Daniel. Dejándolo todo, eché a correr hacia el pobre niño, que se había caído y despellejado la rodilla, y llamaba a gritos a su Amiga buena. Esta le levantó, vendó la herida lo mejor que pudo, y sacó del bolso un caramelo, que resucitó la sonrisa en el rostro del niño. Antes de llevárselo a la boca, dijo Danielito, cariñosamente: -Amiga buena; eres la más bonita, la más amable, la más amada de todas. ¿Qué pensaría Gaspar? Alcé los ojos y encontré su mirada, límpida, como el arroyo de Los Zarzaliílos. Pasó por ella una

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