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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-03-1929 página 8
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BLANCO Y NEGRO MADRID 03-03-1929 página 8

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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LETRAS, ARTES, CIENCIAS PACHU. -Las seis... Voy a dar la oración... Totna con ambas manos el extremo de una cuerda que pende de la Santa Bárbara, -y Citando cesan las campanadas anteriores comienza Pachu a tañer la mole de bronce. La sonora plegaria invade la estancia, sale por los balcones de piedra, se extiende por sobre la ciudad, en la que brillan las primeras luces, -y puebla hiego los valles para llegar a las remotas cimas del Naranco. PEPE con las manos en los oídos y hablando a gritos) ¡Qué barbaridad! Nunca imaginé que las campanas sonaran de este modo. FERNANDO (asordado aún por el estrépito) -i Qué ¿ices... PEPE (con mayores voces aún) Nada, que... nie han asordado las campanas. PACHtr riendo) Ahora ya no queda más que el toque de ánimas. Ya Manuela habrá quitado él pote del fueg- o y subirá ía cena. ESCENA III DICHOS y MANUELA. Muy fatigada, llega por la escalerilla de acceso portando una cesta. MANUBSLA. Buenas ¿Toavía están aquí... PEPE. Todavía, Manuela. Aquí sube uno de tarde en tarde; pero d e u é s de estar arriba no sabe ya cuando va a irse. PACHU. Podéis cenar con nosotros. Algo vendrá en la cesta. FERNANDO. Muchas gracias, Pachu. Nosotros vamos a fumar un pitillo al balcón y nos iremos en seguid! a, porque... ¡cualquiera aguanta otra vez las campanas... MANUELA. -Meten muchu ruido, ¿eh? T o ye hasta acostumbrase... ¡E a ¿Ustedes gusten? PEPE. -Que aproveche, mujer. FERNANDO. -Gracias, que aproveche. Manuela coloca la cesta en el banco y va extrayendo de ella dos cucharas de boj, un vaso, una botella de vino, urna servilleta, un pan y un puchero de barro, Pachu, y Manuela se colocan sentados uno a cada lado del p- uchero y van sacando de él cucharadas 4 ue engullen lentam: ente. De cUa- ndo en cuando llenan el vaso y beben. FERNANDO (a Pepe) ¡Nos (hemos lacído! PEPE. Por qué? FENANDO. -íPorque yo aquí no veo la información que el director nos ha pedido. PEPE. ¿Que no? Pues, chico, cosa tan típica, cuadro más interesante, no lo tendremos nunca. FER NANDO. -De acuerdo. Sin embargo, yo no hago esta inforttHción. Me parece muy íntima, muy recogida, muy sencilla esta vida de Pachu para da. rla mañana a la curiosidad malsana de las gentes sin otro motivo que el de haber atrapado una nota de color o una pincelada de ovetensisino. PEPE. Sí... es cierto... Pero de esa ma- nera no haríamos nunca nada. ¿T ú mismo no tienes ningún pecado de esta índole de que acusarte? FERNANDO. -Es que en esto de Pachu hay algo íntimo mío... ¿Recuerdas lo que de niños nos parecía Pachu? Yo lo imaginé siempre un cancerbero temeroso que encerraba los chiquillos en la torre y se los comía después a dentelladas. ¿No te acuerdas del día que subimos aquí creyendo sola la torre? A medida que ascendíamos la obscuridad se hacía más medrosa. Las revueltas interminables del caracol de piedra, el aidlido del viento que silbaba en los tragaluces, la emoción indecible de aquella medrosa aventura son cosas que quedaron en mi alma para no borrarse jamás del recuerdo. Luego, cuando coronada ya la escalera columbramos arriba la figura de P a A u cuando oímos caer las llaves y sentimos su tos cavernosa y aquellas voces que nos dio, el pánico borró toda noción de instinto, y, a riesgo de matarnos, bajamos la escalera como locos. ¿No lo recuerdas? PEPE. ¡Como si fuera hoy! Y creo que aqudlas voces de Pachu eran advertencias para que no corriéramos, para que no nos matásemos en aquella huida desenfrenada. FERNANDO. -Seguro que fué así. Pero nuestro miedo las tornó en trompetas de Apocalipsis. ¿Visteiis? Se estaba comiendo a. un chiquffllo allí, acurrucaQ o debajo de la campana grande decía, ya en la ca, lle, el bueno dfe Aranzana. Desde entonces no he vuelto, hasta hoy, a subir a la torre. Algunas veces vi a Pachu sentado en las escalerillas del pulpito asistir a los sermones, bostezando y tosiendo, arrebujado en su larga capa, que a nosotros se nos antojaba hopa. L u o cuando acabado e! sermón y de lando los fieles venía Pachu a cerrar la Catedral haciendo sonar las llaves, te confieso que se reproducía en mí la emoción de aquella tarde y apresuraba el paso con escailof ríos... P E P E mirando a Pachu, que come tranquilo sin preocuparse de la conversación) Es verdad eso que dices, y no eres tú solo: soy yo, somos cuantos de niños hemos hecho la travesura de subir a la torre quienes gíuardamos de Pachu, de ese Pachu tan bueno que come en esa esquina con la tranquilidad de un justo, el mismo recuerdo asustadizo y temeroso... FERNANDO. Pobre Pachu! ¡Lo que es la leyenda! Míralo ahora de cercan sin los cristales fantasmagóricos de la infancia, y fiólo queda un buen viejo con una filosoí í a entre moral y escéptica, que vive en su torre, como Diógenes vivía en su tonel, y cifra su dicha en ese sol del que tan amigo fué d famoso griego... PEPE. Yo creo que debías hacer la información, Fernando. FERNANDO. -No. L a emoción de esta visita no he de ero peiqueñecerla con la literatura, ¡tan indiscreta! de un artículo de

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