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BLANCO Y NEGRO MADRID 06-01-1929 página 43
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BLANCO Y NEGRO MADRID 06-01-1929 página 43

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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L I T E R A T U R A Cuento, EL E L I X I R DE LA JUVENTUD POR ANTONIO DE HOYOS Y VINENT L secreto de la eterna juventud... ¡Bah! Los humanos no han buscado jamás otra cosa que la solución a los dos arcanos trascendentales: el elixir de la vida y la piedra filosofal. Había surgido el tema aquel en el ir y venir sempiterno de la conversación en torno al Icit motiv del envejecer, la vejez, la melancolía crepuscular y otras zarandajas, tópicos en cuyo derredor giraban siempre como mariposas atraídas por la luz que, al igual del misterio del tiempo, deslumbra y mata. Claro que en la tertulia de Loló Cañaveral (cincuenta y cuatro años, pero maravillosamente conservada, gracias al régimen, la cultura física y algún empujón de Dorin y Rimmel) no se especulaba filosóficamente, sino que, con toda sencillez, muy a la pata la llana, se hablaba mal de los am. igos, se les arrancaba el pellejo a tiras y se tiraban a matar contra dios, como vulgarmente se dice. Pero no era Julito hombre que se contentase así como asi con un chismorreo mundano, sino que se moría por, divagar haciendo literatura, de modo que se agarró al tema propicio como a un clavo ardiendo. -Claro está- -prosiguió- -que el secretito en cuestión ha sido el caballo de batalla en tod os los tiempos. Voronoff no ha intentado la solución de un problema inédito; los magos de Caldea, los sacerdotes de AmmonRá, en Egipto; los griegos y latinos, y los nigromantes de la Edad Media se ocuparon de ello, y hasta hicieron negocio expendiendo filtros y pomadas. Sin ir tan lejos, ahí está el maestro de Cagliostro, que buscaba el elixir de la vida, y, prescindiendo del griego que tras obtener de los dioses la eternidad, ante el desfile interminable de horas iguales, hubo de implorar se le retirase el peligroso don, otros y otros más modernos, desde los que empleaban frivolidades inofensivas, a los que ponían en juego mil truculencias demoníacas. Hizo una pausa; decididamente, aquellas señoras estaban interesadísimas con el anuncio de los secretos que alejasen la fea vejez, y, no convencidas de la necesidad de renunciar a tal don, cuya completa posesión les costaba dinero y disgustos sin fin, todo lo que fuese documentarse parecíales de perlas, y, por ende, oíanle como al oráculo. Y, justamente, aquel apasionado interés con que bebían sus palabras, interés que leía en fa atención que dilataba los ojos y fruncía los labios, era lo que le cosquilleaba en no sé qué rinconcillo del espíritu, impulsándole a faquimarlas (hacerlas rabiar) llevándoles la contraria y diciendo cosas crudas y amargas. E Integraban el corro, pues que corro formaba la tertulia, escuchándole, además de Loló Cañaveral, la dueña de la casa, Felisa Barca, la mujer dulce y suave, sinfonía de matices- -nácar en las carnes, zafiro en los ojos, coral en los labios, tonos pálidos y desvaídos en los tules y gasas que le envolvían- que hacían pensar en los pasteles de La Tour; Elsa Wegener, una rubia que evocaba el crepúsculo de una Margarita, y Lola Fernández de Atalaya, moirena maravillosa en las tonalidades ambarinas de sus carnes, que lucían junto al cobre obscuro de los cabellos y el oro rojo de los ojos, y que no era, ciertamente, el moreno de Chucha Cantueso, que, más que sinfonías de pastelista del xviii francés, ni siquiera de caprichos o borrones goyescos, sino era más bien evocador de esos hórridos mamarrachos de los pintores de carteles de crímenes- -almazarrón, albayalde, añil, negro humo. Naturalmente que en el esfumado discretísimo del salón (la discreción era la nota característica de aquella casa) las figuras agrupadas veíanse al través de una neblina, que diríase pátina polvorienta. Resultaban un cuadro muy bello, pero viejo y descolorido uno de esos cuadros que aparecen en los muros tapizados de desvaídas sedas del boítdoir galante de algún abandonado castillo. Todo aquello- -frescura, belleza, gracia, chic- -debió ser una realidad... veinte años antes. De todo quedaba ahora lo que era como andamiaje que sostenía el editicio en ruinas: la elegancia. Julito mirólas un momento con la satisfacción, no exenta de un secreto sadismo, con que el sabio experimentador mira al conejillo de Indias a que va a inocular un mal incurable, y al fin, como recreándose de antemano en el efecto, habló: -Me decían ustedes de los efectos nocivos, atroces, del método Voronoff sobre algunos pacientes. F elisa Barca nos contaba los resultados en la loca de Cobre Pérez de los Andes, la americanita esa que, millonaria y no dispuesta a envejecer, se había puesto en cura con la esperanza de recobrar su belleza, y, con ello, el imperio sobre los demás, y que lo único que logró fué una falsa juventud, sin belleza, pero con pasiones, que el dominio deseado se lo daba a los demás sobre ella, y no paró hasta casarse con un aventurero miserable, que la maltrató, burló, estafó, robó y abandonó, por fin. Pues, bueno; los efectos fatales de ese afán de recuperar la juventud perdida también es cosa nueva. Algo así, pero más terrible, infinitamente más trágico, sucedió en China. dos mil seiscientos años antes de Jesucristo.

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