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BLANCO Y NEGRO MADRID 23-09-1923 página 28
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BLANCO Y NEGRO MADRID 23-09-1923 página 28

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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ritu contempló ahora a su lado a su antigua novia, más bella que nunca y superior acaso a las hermosas que aparecían fotografiadas periódicamente en lo S grandes portfolios o en las mundiales revistas que él conocía. La singular fascinación de toda su figura estribaba, más que en la silueta perfecta, más que en la suavidad de formas, más que en la gallardía de sus actitudes, en aquel hipnótico mirar de sus obscuros ojos, profundos, vivos y fosforescentes, como los reflejos del mar al ser besado por los últimos tonos de la luz del horizonte. Y tenía, sobre todo, un aire inconfundible de honestidad, que es algo natural en que se funden los detalles todos de una dama; ese algo que infunde respeto y deseo al mismo tiempo, como los frutales tranquilos de los misteriosos huertos de altos y espinosos tapiales. El dijo ahora, impulsivamente, con la voz apasionada -Necesito hablarte, Mercedes. Necesito obtener tu perdón por lo pasado. Mercedes enroieció. Procuró sonreír para imprimir así trivialidad al diálogo. Estás perdonado! -Debo explicarte mi conducta para contigo. Sufro una expiación perenne por mi acción. ¡Rah! Aquellos tiempos tan distantes... Hemos de hablar! -En mi casa; lo que el deber me permita escucharte será asimismo lo que mi marido pueda oir. Luciano se paró de súbito para mirarla severamente. -i Eres cruel I- -Soy una mujer que ha roto con el pasado. -El pasado es hoy, y mañana, y todos los días para mi corazón. Tu recuerdo me ha traído a España. Te daré mis explicaciones, me perdonarás, y volveré después a marchar para siempre. Mercedes mandó parar a un coche que cruzaba. Le tendió la mano. -i Adiós! Nos veremos? -Mi casa está abierta. No tuvo tiempo de más. Mercedes había saltado al coche. El vio cómo se aleiaba. fragante hermosa y dulce como las claras linfas. Todavía ella asomóse un momento para decirle adiós con la mano por ritual cortesía. Y aspirando con delectación una bocanada de humo del cigarrillo, lleno- de una satisfacción íntima, sonrió ampliamente, profundamente. II Aquella noche, durante la cena, Mercedes buscaba en vano la ocasión de anunciar a su marido el encuentro que había tenido en casa de su hermana. Parecíale que al pronunciar el nombre de Luciano Guevara habria de temblarle un poquito la voz, presa de una emoción indefinible. Y ocultarlo implicaba una complicidad consigo misma que podría comprometerla para con su marido. Al día siguiente, cuando quiera que fuesen a su casa Luciano, Braulio y su misma hermana, so extrañarían del inexplicable silencio de Mercedes. Y su marido, el conspicuo juez Santiago Astorga, reclamaría explicaciones. Pero temía no sabía qué vago reproche de su marido por la oportunidad de haber llegado ella tan a tiempo de ver al forastero en casa de su hermana. Fué una cosa naíu al y casual que más bien parecía meditada. Mercedes sospechaba de antemano que Luciano no le iba a ser simpático a Santiago. Conocíale ya por fotografía, y tuvo una frase despectiva para aquel iirimo de su cuñado la primera vez que le vio en el grupo que Braulio conservaba en su despacho. Además, aunque vagamente, sabía algo de su deserción de España, dejando en abandono a su anciana madre. Alrededor del caso, en las ligeras versiones que conocía el juez, sabia que figuraba una mujer; ahora bien, Santiago no recordaba si es que desertó en compañía de una artista rusa o si una mujer traicionada, con sus amenazas, le hizo huir de Madrid. Frente a ella, su marido, mientras comía lentamente, parecía asimismo tener cierto aire de preocupación. Pero ambos esposos estaban ensimismados por bien diversos motivos. VA señor Astorga andaba envuelto en un trabajo penoso y abrumador. Los procesos por delitos sociales llovían en su mesa de despacho, y su actuación, ñor aquellos di- as de huelgas, revoluciones y alborotos, era reclamada día y noche. Estaban casados desde hacía dos años. Santiago casi doblaba la edad a Mercedes, pero no podía considerársele viejo, porque su bigote enhiesto y- su barba puntiaguda, que hacía recordar a los caballeros de los lienzos del Greco, apenas si aparecían sembrados de algunas hebras de plata. Santiago Astorga era un hombre ecuánime, circunspecto y sencillo. Cumplía su deber con una rectitud casi mecánica, como si su vida c? t- uviese trazada a línea recta. No cs: al) a su fondo exenio de un tinte sentimental, pero el ejercicio de su profesión le había dotado de una frialdad aparente. Firmaba con la misma indiferencia el fallo adverso o- favorable que recayese en los procesados, como quien tiene inmaculada la conciencia. Era muy hosrareño. Gustaba la existencia fácil V dulce, y sentía el deleite de las comodidades que le rodeaban. Amaba a su esposa con secreta admiración, sin que sus ternuras llegaran al límite de la debilidad, Pero a su modo: sin explosiones turbulentas ni lánguidos desmayos. Parecía tener una balanza para compulsar las oscilaciones de su temperamento. Adoraba en ella el continente pausado y señorial que daba nobleza a todas sus actitudes; su andar reposado y firme, detonando en el encerado piso de las habitaciones; las inflexiones de su voz, que era siempre dulce, persuasiva y acariciante. Según su concento, en los tiempos de corrupción, de ligereza, de libertinaje, de tolerancia con que la moderna sociedad encubría sus defectos y sus vicios, su muier, Mercedes, era un hallazgo singTilar e inapreciable. Económica en sus gastos, modesta en sus lujos, sencilla en sus aficiones, virtuosa en sus costumbres, sumisa en su carácter, devota en sus creencias, selecta en sus gustos, llenaba el ideal de un hombre como él, oue adoraba el orden, el método, el cauce normal de las cosas, (CONTINUAR. EN EL XTIMEIÍO PRÓXIMO)

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