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BLANCO Y NEGRO MADRID 08-07-1923 página 38
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BLANCO Y NEGRO MADRID 08-07-1923 página 38

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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i Desaté las cintas. Esperaba encontrar dentro frutas confitadas, que me gustan con delirio, o bombones fondants, que adoro igualmente, o marrons glacés, otra de mis adoraciones... Alce la tapa: apareció una tortuga, una tortuga muy pequeña, análoga a todas sus hermanas, y que entretenía su reclusión en roer una hoja de lechuga. Aquella broma sin importancia debía haberme sido indiferente; mas la intención de molestarme se me antojó tan evidente, que, sin que yo pudiera reprimirlas, dos lágrimas asomaron al borde de mis párpados. Esto acrecentó mi despecho. No di siquiera las gracias, y arrojando el cesto, con su contenido, sobre una mesa, abrí la puerta y escapé. Apenas llegué al claustro cuando oi pasos tras de mi. Era el señor DaUigny. Sin necesidad de volverme, estuve segura de ello. Continué andando muy de prisa, como si no le oyese. El se esforzaba en darme alcance. Lo consiguió en dos zancadas, y tocando ligeramente mi brazo murmuró: -Señorita... señorita Juanita... Su contacto aumentó mi cólera. Eché a correr, sin contestarle; él me persiguió, pronunciando frases que yo no entendía bien. -No he querido disgustarla... La ruego que... Comprendí de pronto que aquella carrera era ridicula. Me detuve y me volví. Debía estar muy encarnada. Me apoye en uno de los gruesos pilares que sostenían las ojivas. Temblaba un poco; palpitábame fuertemente el corazón; mas no quería que el señor Dalligny lo notara, y procuré dominarme. Conseguí responder con voz natural e indiferente ¿A qué disculparse? Lo que ha hecho usted me es completamente igual. Comprendió que me había ofendido más gravemente de lo que creía, y contemplándome con una especie de benevolencia que nunca mostró conmigo replicó: -La he disgustado... Pido a usted mil perdones... ¿Me guarda rencor todavía? Efectivamente, le guardaba rencor todavía. Le guardaba rencor por ¡as innumerables humillaciones y vejaciones que no cesaba de infligirme... Le guardaba rencor por sus palabras mortificantes. ¿Por qué era así conmigo, y conmigo únicamente? ¿Qué le había yo hecho? En vez de contestar moví la cabeza. El dio un nuevo paso hacia mí. Un rayo de sol iluminó su semblante. Sus ojos brillaron bajo su tostada frente. ¡Oh, oh! -repuso- Es más serio de lo que yo me figuraba. Vamos a ver, señorita Juanita; póngame usted mejor cara... En un tono glacial repliqué: -Déjeme... Me contempló un instante con un poco de tristeza. En derredor nuestro, el claustro adormecía. se en calma. Ni un soplo de viento estremecía el jardincito encerrado entre las galerías. La hierba misma permanecía inmóvil. Experimenté a mi vez la influencia de aquella paz. Mi cólera desvanecióse. El señor DaUigny debió adivinarlo. Yo creo que es un poco brujo. Recobrando su acento burlón, añadió: -Soy un gran criminal, es cierto; estoy dispuesto a sufrir todas las expiaciones que la justicia de usted resuelva imponerme. ¿Quiere que, en penitencia, lleve la tortuga a la señora Pascualina y la encargue que la prepare con una buena salsa para que usted se chupe los dedos esta noche? ¿No? ¿Quiere que suba al extremo de ese pilar y coja la rosa blanca que se balancea en lo alto de la arcada? ¿Tampoco. Quiere que la recite los tiltimos versos de la condesa de Noailles o que toque diez veCes seguidas al piano la sinfonía más difícil de Grieg? ¿Otra vez no... Entonces, ¿qué hago? Dígalo usted misma. ¡Yo no sé ya! Sus cómicas proposiciones reflejaban ten sincero remordimiento y tanta condescendencia, que mi resentimiento fundióse como nieve al sol. Tendí sencillamente la mano al joven. El oprimióla con suavidad entre las suyas. -Seamos amigos- -dijo- Usted misma me invita a ello. De todos modos, como es necesario que yo purgue mi delito, exijo que llame usted a la tortuga con mi propio nombre: Bernardina. Así, cada vez que lo oiga, recordaré mi villanía... ¡Bernardina! ¡Es un gran nombre para una tortuga I- -No, señor. ¡Otra negativa! Pero tiene usted razón: es demasiado largo. ¿Dina, entonces? Es menos humano; es más adecuado a una tortuga. Estaba tan gracioso al decir esto, que me eché a reir y acepté. -Vaya por Dina. VI Algún tiempo después de aquello, una tarde, mamá permaneció mucho tiempo en el jardín. Volvió al interior de la casa tiritando. A la mañaña siguiente, cuando entré en su habitación, según mi costumbre, para darle los buenos días, su rostro estaba densamente pálido y como marchito de súbito, envejecido por el insomnio. Me confesó que no había dormido más que algunos instantes, al amanecer. Tosía; su respiración era breve. La tomé la temperatura. El termometro marcó más de treinta y nueve grados. Yo me inquieté y dije: -Es preciso que venga un médico. Comprendí entonces cuan desagradable es habitar en un sitio apartado. Pascualina se hallaba en Cannes haciendo unas compras que su previsión doméstica la obligó a declarar urgentes. Sabia que regresaría muy tarde y que seríala necesario entonces preparar el almuerzo a nuestros huéspedes. Ahora bien; si juzgué indispensable llamar inmediatamente a un médico, consideré asimismo imposible dejar sola a mamá para ir yo a Mougins. ¿A quién dirigirme allí, además? El anciano doctor que nuestros primos Bergis nos presentaron a nuestra llegada acababa de fallecer. ¿Tenía algún sucesor? Mamá tosía en su lecho. Sentía frío. Lo más urgente era encender fuego. Dispúsenie a bajar a la cocina, en busca de astillas y algunos leños, Abrí la puerta. En el descansillo de la escalera me crucé con el señor IDalligny. Vestía un traje al que llamaba en broma su disfraz de aprendiz de pintor i I I i I i I 1 fI j

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