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BLANCO Y NEGRO MADRID 01-07-1923 página 41
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BLANCO Y NEGRO MADRID 01-07-1923 página 41

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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I ti rt tr ri j ij nti n ri ri ti in rrritm ri 1 rt I 1 MI H E R M A N A (Continuación. ABLABA aún cuando del reloj salió un prolongado borborigmo seguido de un ruido de cadenas, como si en la caja de nogal se hallase encerrado un forzado. Después, lentamente, diríase que con pesar, igual que un avaro que anticipara monedas de oro, el reloj dejó escapar cinco enronquecidas notas. La señora Bergis experimentó un sobresalto. -j Oh, oh! ¡Qué tarde es! Charlamos de mil cosas y no nos damos cuenta de que pasa el tiempo. Juanita no vive aquí. Es preciso que regrese a su casa antes de que anocihezca. Hasta la vista, hija mía. Recuerdos a tu madre. En el vestíbulo, Paquita arrojó un chai sobre sus hombros y manifestó que me acompañaba hasta la puerta. Su madre la apremió: -No entretengas a Juanita... Salimos a la terraza. Paquita parecía meditar. De improviso di jome con acento confidencial: -i Sabes? Se me ocurre una idea. Esto me hizo reír, no porque Paquita fuese tonta y no pudiera ocurrírsele una idea igual que a cualquiera, sino a causa del aire de misterio que había adoptado. -Sí- -prosiguió- Más bien es un presentimiento. Estoy segiUra de que ese señor Dalligny no es otro que el viajero con quien fuisteis a Niza. Felicité a Paquita por sus dotes de sonambulismo extralúcido y añadí: -Quisiera saber lo que puede hacerte suponer eso. Con un tono de certidumbre realmente admirable replicó mi prima: -El señor Dalligny tiene un perro. -También tiene una madre; el viajero del perro iba solo. ¿Y si la había dejado en el hotel? ¿No se encuentra algo quebrantada? La señora Decens lo dice... -Razonas muy lógicamente... -i Búrlate! Veremos quién acierta. Habíamos llegado al final del jardin. El sol naufragaba tras las agudas crestas del T iterel. El cielo envolvíase en llamas. Sin embarí o, sobre el mar, por el lado de Oriente, la no. progresaba poco a poco. El sol desapareció. as montañas se cubrieron de un manto violeta oLiC. v. o, tirando a azul, análogo al matiz de e. rncs: is ciruelas que se llaman de monseñor Paquita volvióse y, saltando de un L del reino de la fantasía a la plática más apacible, hizo esta reflexión, que a nadie en el mundo habí. asele ocurrido antes que a ella: Si se pusieran esos colores en im cuadro gritarían que era inverisímil. Su voz adquirió el tono tranquilo de la de su madre. Una gran calma descendía sobre el campo. Al llegar a la puerta nos abrazamos como dos hermanas. iii ti) i) JJI 1I11 GILBERTA TERCERA PARTE NOVELA ORIGINAL DE ENRIQUETA CELARIÉ Con ilustraciones de Ángel Díaz Huertas. Cuando el señor Dalligny apareció, le reconocí f sin vacilar en sus cabellos dorados y en su figu- ra esbelta. f Sus primeras palabras fueron de agradecimien- I to y de disculpa por el trastorno que nos iba a i causar. Es usted muy buena accediendo a recibirnos. I señora- -dijo a mamá. i Y como ésta respondiera cortésmente que estaba encantada de conocerles, el señor Dalligny mur- I muró con jovialidad: i- -A nosotros pase todavía; ¡mas a nuestro perro... I La señora Dalligny hallábase sofocada por la ascensión. Al instante me conmovió el afecto que i la manifestaba su hijo. La sostenía e interroga- i bala si deseaba detenerse para cobrar aliento. Y como la señora Dalligny afirmase que podía con- tinuar perfectamente, mamá propuso entrar en la casa. Yo esperaba con cierta inquietud la impresión j que nuestro Torreón causaría a nuestros huéspe- des. ¿Sabrían apreciar su majestad severa? ¿No echarían de menos en él el confort moderno de su i morada parisiense? El señor Dalligny atravesó la arcada que daba i acceso al claustro. Bruscamente, cual si hubiese sido herido por una potencia invisible, detúvose, echó la cabeza hacia atrás, miró largamente en torno suyo y, al fin, lanzó una exclamación, una I sola, pero cuyo acento revelaba de modo suficien- 1 te la intensidad con que impresionábale la belleza del lugar: -i Oh! -murmuró. f En la sala se verificó una escena análoga. El se- ñor Dalligny se dirigió rectamente hacia una de las ventanas, abierta de par en par, desde la que dominábase el panorama. Y de nuevo no pronun- i ció más que una palabra, pero que halagó mi vaiiidad de propietaria infinitamente más que lo I hubieran hecho largas frases. I- ¡Admirable! -dijo. Entre tanto, la señora Dalligny dejóse caer en j un sillón. Con su busto estreáio, su espalda un ¡poco arqueada, aparecía insignificante, gastada por ¡la vida y diríase que frágil. I Tuvo una sonrisa de satisfacción viendo el de- I corado que la rodeaba, y murmuró amablemente: ¡Cuánta gratitud debo a la señora Decens por i haberme puesto en relaciones con usted! Yo bus- I caba calma, aire puro... ¡y encuentro aquí mi I ideal! Mamá inclinó la cabeza con un aspecto de falsa I modestia, y luego expresó su deseo de que la se- I ñora Dalligny encontrase de su agrado las ha- I bitaciones que estábanla destinadas. ri

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