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BLANCO Y NEGRO MADRID 24-06-1923 página 46
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BLANCO Y NEGRO MADRID 24-06-1923 página 46

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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sidad tenía de escribirme, de desahogarse conmigo? Jamás me hube sentido tan sola, tan triste como en aquel instante. Me acerqué a la ventana. Por 1. a carretera pasaba un mendicante envuelto en su casaca andrajosa y luchando contra la tormenta. Experimenté deseos de gritarle: ¡Llévame contigo No me importa dónde; pero que yo no vea siempre las mismas piedras, los mismos árboles, las mismas montañas. Estamos en Egipto... Hace un tiempo precioso... ¡Si vieras qué magníficos paseos damos juntos... ¿Por qué había tocado en suerte a la Tortuga tanta felicidad? ¿Qué había hecho para merecerla? Mamá me llamó. Empujé la puerta que ponía en comunicación nuestras habitaciones. Tendida en su chaise- longiie, con el busto apoyado en cojines, mamá volvió hacia mi su semblante inquieto: Gilberta había dejado a la americana en cuya casa entró como señora de compañía. La vida allí tornóse intolerable y mortificante para ella. Gilberta amontonaba adjetivos para describirnos el carácter caprichoso, desapacible, atrabiliario, de la dama. Participábanos finalmente que se marchaba a una pensión de familia. Más tarde buscaría otra ocupación pero la existencia en Nueva York era costosa, y mi hermana insinuaba hábilmente que el envío de algunos fondos la sería muy útil. Cuando hube concluido de leer, mamá me miró y dijo dulcemente: -i Pobre Gilberta... El momento no era oportuno para compadecer junto a mí a mi hermana. Súbitamente parecióme que, a no ser por ella, yo también hubiera podido pasearme por Egipto, estar casada y feliz, en vez de hallarme encerrada en este bastión ruinoso. Repliqué con cierta acidez: -Ño podemos ayudarla más. ¿Con qué, por otra parte? Mamá me contempló un instante con sus hermosos ojos pensativos. Mi acento la sorprendía. -Habría un medio- -dijo a media voz. Y como yo la mirase sin comprender, me enseñó una c arta de la señora Decens, su vieja amiga. En ella manifestaba que una prima suya, la señora Dalligny. buscaba en vano desde hacía tres semanas un alojamiento pacífico en Cannes o Niza. Sin estar enferma- -decía la señora Decens- mi prima tiene necesidad de reposo. He pensado que acaso accederías a acogerla en tu casa como pensionista, y asimismo a su hijo. Por lo demás, éste no os molestará mucho tiempo. Tan pronto como su madre se halle instalada, regresará a París. Si mi proposición te agrada, puedes, a fin de ganar tiempo, entrar en relaciones directas con mi prima... Seguía la dirección de ésta, en un hotel de Cannes. En la última plana, entre votos de fiel amistad y reflexiones sobre el tiempo frío y húmedo, la señora Decens nos insinuaba hábilmente que los Dalligny tenían un perro del que no querían separarse. No creo- -anadia- -que ese animal pueda ser obstáculo a un convenio, que deseo sea tan beneficioso para vosotras como para mis primos... Qué te parece? -murmuró mamá cuando terminé de leer. No supe qué responderla. ¿Era alegría o contrariedad lo que sentía? -Haz lo que quieras- -musité. Mamá asió suavemente mi brazo. -i Pobre hija mía! Hasta hoy siempre te has sacrificado, lo sé. Si acepto esos huéspedes podré procurarte un poco de bienestar, algunas diversiones: un viaje este verano, cuando haga demasiado calor para permanecer aquí... Su voz hacíase persuasiva. Mamá no agregó: Podré ayudar a Gilberta. Mas esta razón era la principal, yo no lo ignoraba. La escuché sin responderla nada. Entonces, cual si mi silencio fuese una aprobación, mi madre se levantó. No obstante haberse siempre mostrado irresoluta y vacilante en todos los actos de su vida, ahora bruscamente sabía lo que era preciso hacer. Se aproximó a la mesa y tomó un cofrecillo de forma prismática, sobre el cual, en letras de oro, estaba escrita la palabra Papelera que yo conocía desde mi más remota niñez; lo abrió, y extrayendo una hoja de papel, comenzó a escribir con su letra alta y rápida. Había llenado ya dos carillas cuando se detuvo de súbito, enojada al parecer de mostrar tanto apresuramiento. Volvióse hacia mí y, a manera de disculpa, murmuró: -Es una ocasión que no hay que dejar escapar. La señora Decens dice que sus primos desean una inmediata respuesta. vni A media tarde el mistral comenzó a soplar, y con tanta fuerza, que en menos tiempo del que se tarda en decirlo el cielo quedó limpio de nubes. El sol brilló en un océano de lapizlázuli. Mamá me vio absorta en reflexiones que no parecían ser alegres. -Pascualina está ocupada en sus faenas de limpieza- -me dijo- ¿Quieres hacerme el favor de llevar esta carta, para la señora Dalligny, a la estafeta de Mougins? Adelantaremos un correo. A fin de decidirme añadió: -Al regreso puedes entrar en casa de nuestros primos. Así te distraerás. Siempre me ha gustado caminar al aire libre; adoro la marcha por ella misma, por el placer de sentirme ágil y joven y vigorosa. En un abrir y cerrar de ojos me arreglé, y descendí de nuestro palomar. Los valles resplandecían bajo una isrunia toda impregnada de sol. Era la fiesta de la luz! ¡Todo refulgía! Despojados de su sudario de polvo, lavados recientemente, los olivos y los pinos, lo misrao que los geranios y las rosa s, tenían un brillo que hacía mucho tiem. po yo no veía en ellos. En una terraza secábase una capellina amarilla. El viento la levantaba, la hacía ondiilar cual una llama. Conocí la alegría que hay en habitar en una re. gión bella y comprendí que en vez de quejarme debía, por el contrario, considerar mi suerte muy digna de envidia. Mis pensamientos tristes evaporáronse; todas las cosas me parecieron tan nuevas, tan maravillosas cual si mis ojos se abriesen por vez primera. Subí muy de pri. sa la ruda pendiente que conduce a Aíougins. i Hubiera escalado el Himalaya de una carrera... ¡H u m! Acaso exagero...

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