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BLANCO Y NEGRO MADRID 24-06-1923 página 44
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BLANCO Y NEGRO MADRID 24-06-1923 página 44

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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que de la señora refunfuñona, se abstrajo eu la lectura de un libro que sacó de su bolsillo y en cuya cubierta pude leer, eu negros caracteres, estas palabras Ana Karenine, tomo 11. Mientras duró el viaje, que, ciertamente, no es largo, nuestro compañero ¡jrosiguió leyendo, no ofreciendo a mis miradas más que su bien míjdclada frente, curtida or el sol, y su tupé de ardientes reflejos. J- 11 tren llegó a Xiza. MI señor Tolstoí- -así l) auticé al desconocido, a causa de la atención con que leía al maestro ruso- el señor ToLstoí saltó ágihnente al andén, y luego, tras saludarnos y sill) ar a su perro, se alejó a grandes zancadas, líl día transcurrió rápidamente ara nosotras: lo ¡lasa uos corriendo de aquí ara allá resultaba más divertido que jjasear alrededor del 1 orreón. Hacia el crepúsculo volvimos a la estación, lístál; amüs instaladas cu nuestro coche, mamá en un extremo, exactamente igual que por i mañana, y el tren iba a partir, cuando. oii. Dios mío! ¡b. s un poco fuerte en verdad! ¿Quién corre por el anden como un loco? ¿Quién penetra en nuestro compartimiento y abre bruscamente la iiortezuela, a riesgo de ser aplastado? ¿Quién? VA señor Tolstoi, seguido de su perro. Ño supe en aquel momento si nos reconoció. No aparentó nada, y sea ¡jorque hubiese acabado su libro, o porque no había b; istaiite claridad para leer- -pues el pábilo liumeaba mucho- o porque el señor Tolstoi se ludíase fatigado, o por alguna otra razón que no tengo empeño en adivinar, se refugió en rm rincón, apo ó ¡a cabeza en bi acolchada pared, exhaló mi ligero suspiro, cerró los ojos y durmióse al in. stante con el su. cño ai) acible en que el vulgo pretende ver la señal de una conciencia tranquila. Yo me dije a mí misma: -El señor Tolstoi duerme. Dejará asar Caancs. ¿Debo despertarle? ¿No debo hacerlo? Vli perplejidad no tenía ra. zón de ser. Apenas nos hallamos en la estación, el señor Tolstoi, que no había hecho el menor movimiento en las paradas intermedias, salió espontáneamente de su sueño, se puso en pie, vio que nosotras nos disponíamos a apearnos, ayudó cortésmente a mi madre a hacerlo, me entregó con toda i) restcza los innumerables paquetes que traíamos, y ha. sta inclinóse para coger uno que había rodado bajo el asiento; y luego, saltando al andén, con su perro pegado a los talones, hundióse en la escalera subterránea sin habernos dejado oír el timijre de su voz. VI Tras un período de gran sequía, durante el cual el cielo permaneció de un azul tan uniforme que. para romper su enervante monotonía, llegué a desear que lo cubriesen nubes, fui escuchada favorablemente, mas en grado superlativo. Un fuerte viento de liste se levantó. Ciclones de polvo invadieron los caminos, y por la puerta y las ventanas de nuestra sala entraron como en su ca. sa torbellinos de hojas secas, doradas, crujientes, arrolladas. Las cataratas del cielo se abrieron. Durante ocho días fuimos prisioneras de la lluvia. Lnposible pensar en salir d e l Torreón. La escalera se hallaba transformada en cascada. -Un Niágara -afirmaba Pascualina. con tan- ta más seguridad cuanto que ignoraba el significado de aquella palabra, y la repetía sencillamente por habérnosla oído decir. Vivimos exclusivamente de nuestras provisiones. La mañana del octavo día. hallándose vacía ¡a despensa y obstinándose en no ¡joner las gallinas, aproveché un momento de calma ara recorrer las cercanías a fin de aba. stecernos. Salí al campo. El agua hal) ía lavatlo los taludes de los caminos; los guijarros brillaban cual ágatas; un olor grato emanaba de la tierra húmeda, de la corteza de los árboles; el viento sacudía las ramas. ¿gruesas gotas, redondas y frías, caíanme en el V cuello, ...En una terraza plantada de naranjos, una vieja cortaba hierba para sus animales. Curvada hacia el blando suelo, ccjn la cabeza a la altura de las rodillas, alzaba al lirumoso firmamento su delgada grupa, cubierta de un viejo refajo de lana. Irguióse al oir mis pasos, ciñó su talle con su hoz, sujetóse sobre el ¡jecho las iernas de un pantalón de hombre que habíase ecb. ado encima de los hombros, al modo de una manteleta, y luego, mostrándome la fealdad de su rostro, de encías desdentadas, gritó con voz ronca, y en el mismo tono que hubiese usado i) ara azuzar a su perro a mis pantorrillas: ¿Qué quiere? Manifesté que deseaba huevos. Contestóme con aspereza; -No tengo. -Sin emi) argo, tiene u. sted gallinas. -Sí; pero sus huevos me los zampo yo. Xo dándome por vencida, insistí: Tiene usted conejos? -Si. ¿Puede venderme ano? La vieja me miró recelosa, y re licóme duramente -Xo; me los zampo yo. Luego, con la secreta intención de alejarme, agregó, súbitamente obsequiosa: -Vlaya a casa de la señora Ijernard... al final del atajo... La venderá huevos. Para vigilarme mientras me alejaba, cual si temiese algún maleficio de mi parte, la vieja permaneció de pie, amenazadora, ceñida de su hoz, con los ojos emboscados bajo sus cejas grises. No había dado veinte pasos por el atajo cuando comenzó de nuevo a llover. Pensé que si la señora Üernard tenía huevos, se ios zamparía ella también, y dando media vuelta, desanduve lo andado. La silueta del peatón emergiendo de una p equeña eminencia me hizo detener, líl hombre me vio y me dirigió una señal. Tenía cartas para nosotras. Fui a su encuentro. Caminalja lentamente. Su esclavina de grueso muletón estaba empapada de lluvia. Cuando me hallé a su lado abrió su caja de cuero, de ángulos guarnecidos de una armadura de cobre, y extrajo de ella un fajo de papeles, de los que entresacó varías cartas. -Hace más de dos días que las tenemos en la estafeta. Creíamos que la señora Pascualina pasaría a recogerlas, como de co; stumbre. Cuando hemos vi. sto que no venía, me he decidido a subir a la casa de u. stedes. La lluvia repiqueteaba en mi paraguas. Ráfagas de viento me azotaban las piernas. El tiempo no mo. stráb ase propicio para una conver. sación al aire

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