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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-03-1923 página 44
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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-03-1923 página 44

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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un día que le vió llegar de una de sus caminatas sudando copiosamente- Eso no está bien. ¿Es usted solo en el mundo para que tan poco le importen la salud ni la vida? Gerardo no contestó, y ante su dolor mudo y su tenacidad inalterable renunció Tudy a iniciar nuevas tentativas. Al regreso de un paseo por las colinas de Villars vió el ingeniero en la encrucijada del camino de Fontanas, junto a la montaña, una casita aparentemente abandonada. Preguntó, y le dijeron que la había construido un aldeano con la esperanza de alquilársela a algún artista durante la época de buen tiempo; pero su lejanía, su absoluto aislamiento, echaron por tierra los planes de! aldeano. La casita estuvo siempre cerrada. Un mes después se instalaba en ella Gerardo con Martina, anciana campesina, que estaba sumida en la miseria y que no quiso más que alojamiento y comida a cambio de sus servicios. Desde entonces vivieron allí ambos, viéndose poco, hablándose menos, absortos en recuerdos distintos, pero igualmente tristes. La casita era una verdadera vivienda aldeana. En lo exterior, no cubría el grosero corte de las piedras revoco alguno. Los temporales habían destruido la pintura de puertas y ventanas; crecía el musgo libremente sobre el tejado, y bajo las tejas había muchos nidos de golondrinas. En lo interior, la planta baja no tenía más que una habitación, que se utilizaba para comedor y para cocina al mismo tiempo. El mobiliario reducíase a unas sillas de paja, una mesa de pino y un reloj. En el único piso alto, un gabinete, que servía de guardarropa, y dos alcobas con una cama de hierro, una cómoda carcomida, una silla, un lavabo, una mesita y un espejo cada una. Martina adornó la suya con un crucifijo antiguo de cobre, alrededor del cual colocó un rosario de Lourdes, el retrato de su marido, pobre obrero que pereció en el hundimiento de una cantera, y el de su hijo, muerto en la flor de su edad, durante la guerra de 1870. Desde aquel año terrible no abandonó Martina las vestiduras de luto. La tía Alegría, como la llamaban en la aldea, perdió hasta la sonrisa en el naufragio de su felicidad. El Cuarto de Gerardo no contenía ningún objeto religioso, ningún recuerdo de seres queridos. Libros de Química y de Algebra, que se amontonaban sobre la mesita; muestras de minerales recogidos durante sus solitarios paseos, que cubrían el mármol de la chimenea. Todo parecía consagrado a la ciencia. Y Martina, creyente, ingenua, se santiguaba al entrar en aquella habitación, en la cual no permitió Gerardo que se colgase la imagen de Jesús crucificado. El ingeniero, al alquilar la casita, no se preocupó de su miserable apariencia ni de la pobreza de su mobiliario. Le sedujo, además de su aislamiento, su situación en las alturas. La protegían contra los vientos del Norte, las montañas, cubiertas de pinos y de brezo. Tenía vistas maravillosas por el Oeste, el Este y el Mediodía. AI Oeste se erguía majestuosamente el Puy de Dome, entre la línea ondulante de los picos; al Mediodía limitaba el horizonte la meseta de Gargovla; en la llanura se veían, entre la es- pléndida vegetación, los rojos tejados de Beaumont, Romagnat, Aubiere y Ceyrat; por último, hacia Levante, se extendía hasta perderse de vista él rio Limagne, limitado a lo lejos por la linea azulada de los montes de Eorez. En invierno, cuando la nieve cubría valles y montañas, el espectáculo de la Naturaleza dormida era grandiosamente triste: no había cantos de pájaros, ni aromas de hierba fresca, ni otra cosa que silencio, a veces interrumpido por el zumbar del viento que conmovía la casita, silbando al introducirse por los resquicios. Apenas llegaba Abril, la sierra, desembarazada del blanco sudario, dejaba ver los brotes del trigo, los prados esplendentes de frescura. De cada matorral, de cada rama, salían alegres gorjeos, y el sol, atravesando por fin las nubes, iluminaba colinas, valles y pueblos con sus deslumbradores rayos. Llevaba ya tres años viviendo en la montaña y aún no se había acostumbrado Gerardo a tan rápidas metamorfosis: a los cambiantes de luz, a aquel despliegue de riquezas. Martina, que le veía permanecer horas enteras asomado a la ventana, abstraído en la contemplación del paisaje, no acertaba qué encanto podía tener para él la continua contemplación de rocas y praderas. ¡Acabará por volverse loco el pobre muchacho! -pensaba- ¡Tan joven y viviendo como un hongo! i Eso no es natural! No era natural, realmente. El mismo Tudy, tan hablador, tan demostrativo, experimentaba cierto malestar ante el joven ingeniero que, cumpliendo exactamente su obligación, observaba la misma reserva que el primer día. -Me desorienta este hombre- -decía a veces a su mujer- Es inteligente, laborioso, distinguido, y sería absolutamente simpático si no fuera por su frialdad, por su tristeza, cada dia mayores. Aquella noche, es decir, la noche de la marclia de Magda Gorvello, estaba Gerardo más triste que de costumbre. El fragmento de música que oyó en el parque excitó su sensibilidad nerviosa, despertando antiguos recuerdos. Con la cabeza inclinada emprendía el camino por el escarpado sendero que iba a parar a la montaña, cuando oyó que le llamaban. -Señor Gerardo, traigo una carta para usted. Púsose muy pálido, y a pesar de sus esfuerzos por contenerse no pudo evitar que temblase su mano cuando cogió el papel que le tendía el cartero. -No recibe usted cartas nunca, pero fruto raro siempre es agradable. Hasta la vista, señor. No contestó el ingeniero. Desgarró el sobre y pasó la vista rápidamente por las cuatro carillas de compacta escritura. -i Necio de mí! -murmuró enjugándose el sudor de la frente- ¡Necio de mí que supuse que me daba ella noticias suyas, que perdonaba tal vez! Con un movimiento brusco arrugó el pliego de papel, se lo guardó en el bolsillo y echó a andar hacia su casita. Martina estaba poniendo la mesa cuando él entró, pálido y con el entrecejo arrugado. -Hoy no como- -dijo. Está usted enfermo? -Ño. Entró en su cuarto cerró con llave la puerta;

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