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BLANCO Y NEGRO MADRID 14-01-1923 página 47
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BLANCO Y NEGRO MADRID 14-01-1923 página 47

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
  • Página47
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no pasó inadvertida para la clarividencia de la señora del Beal- -i Qué te sucede hoy, Germana? -preguntó- Nunca te he visto tan confusa, tan triste. La muchacha quiso sonreírse, pues se notó claramente su esfuerzo, pero no lo consiguió. -Tengo que hablarte, madre. La viuda hizo un gesto que revelaba su inquietud, y dijo: ¡En qué tono lo dices! ¿De qué me quieres hablar? -De cosas graves- -contestó Germana trabajosam. ente. ¿Graves? ¡Me asustas! ¿Acaso está peor Simona? -Simona está mejor, o por lo menos lo parece. Pero no es de ella de quien se trata. Y en voz muy baja, muy pausada, como de penitente, añadió: -Es de mi. ¿De ti? ¿Qué ocurre? j Dilo pronto! Las reticencias me impacientan. Germana se acercó y abrazó a su madre. -Muchas veces me has dicho que no me querría nadie tanto como tú. -Y lo repito. ¿Qué amiga puede compararse con una madre? -Por eso vengo a hablar a mi madre como mi mejor amiga. Vengo a enseñarte mi corazón. Hace un año que sufro, y no te he dicho nada, porque quena anorrarte el espectáculo de mi sufrimiento. Hoy ya no puedo callarme. Vas a saberlo todo. Al oir este exordio se le mudó el color a la señora del tíeal. Presentía toda la amargura de la confesión que iba a hacerle su hija. Pero del mismo rnodo que les sucede a los desgraciados que esperan en cualquier circunstancia lavorable un nuevo ataque de su mala suerte, ella aumentaba, exageraba las penas y los obstáculos. -El corazón de mi hija ha hablado- -pensó- Ojalá no le oiga nadie más que yo. Sin levantar la ca. beza del hombro maternal, Germana comenzó su confesión. Madre. Tenemos que irnos. No podemos permanecer más en esta casa. El rostro de la anciana se contrajo. Maquinalmente repitió: ¡Irnos! ¡No permanecer más en esta casa! -Es preciso, mamá; te juro que es preciso. ¿Por qué es preciso, Germana? Esta no pudo sostener la interrogadora mirada, y bajó los párpados. ¿Por qué es preciso? -repitió la viuda. No me lo preguntes. Sí te lo pregunto. Tengo derecho a saberlo, y quiero saberlo. En estas palabras había una duda cruel. Germana levantó la cara. El rubor de la vergüenza inmerecida encendió su tez. -i Oh, mamá! -dijo con un acento de reproche tan doloroso y tan sincero, que la señora del Beal comprendió el daño que habla hecho a su hija COSÍ su sospecha. Abrió los brazos, y Germana se echó en ellos. Durante un rato, incapaz de pronunciar una palabra, vertió dolorosas lágrimas sobre aquel corazón que no había comprendido sus pudores. La viuda quiso reparar su falta. ¡No te entendí bien, Germana, hija mía, perdóname! Por fin se secaron las lágrimas en las mejillas de la muchacha, y entonces, excitada, animada, aj udada por aquella voz de madre que pedía perdón a su hija, refirió la lamentable historia; reveló su glorioso dolor de mujer prudente, mostrando su corazón destrozado y sangrante. -Te juro que he luchado, que he rezado, que lucharé y que rezaré siempre. Te juro que nunca, ¡nunca, óyelo bien, mamá entrará en mis designios la traición ni obtendrá de mí la menor complacencia una esperanza culpable. Pero el corazón es débil; llora, grita, puede hacerse traición. Mientras he estado sola con el dolor, mientras he ig norado que otro podía sufrir lo que yo sufrí, el esfuerzo era fácil. Pero ahora, ¿qué quieres que haga? ¿qué puedo hacer teniendo ante mis ojos el espectáculo de su dolor? La señora del Beal la oprimía contra su pecho, sin saber qué contestarle. P ero quiso enterarse mejor, y preguntó- Sé que te voy a lastimar, que voy a abrir otra vez tus heridas, pero es preciso; no me ocultes nada. -No te he ocultado nada, mamá; pregúntame lo que quieras. ¿Cuándo supiste que él te amaba? -i- a otra noche, la noche del baile. Yo estaba en mi cuarto con la ventana abierta, esperando a t imoiia para bajar juntas al salón. -Y él, ¿dónde estaba? -Allí- -indicó Germana, señalando al través de los cristales la cúpula de piedra de la pagoda- Allí, junto a la pared. Contemplaba el mar. Yo no me acordaba de él; te lo aseguro. De pronto atrajo mis miradas hacia el mar un buque grande que pasaba cerca de la costa, iluminado como una visión de ensueño. í cuando contemplaba aquel espectáculo, mucho más hermoso que nuestra fiesta, le oí dirigir su queja al fantasma del buque. Habló del señor Perriard, que iba a llevarme y oí pronunciar mi nombre en medio de aquella lamentaciónLa señora del Beal cruzó las manos. Se había quedado pálida como una muerta, y en sus facciones se descubría una profunda desesperación. ¿La noche del baile dices? ¿Estaba abierta tu ventana? ¿Y... esperabas a Simona? -Sí, mamá. ¡Dios mío. Dios mío! -exclamó la pobre mujer con la voz. entrecortada por los sollozos- ¡Que no haya ocurrido así! ¿Qué estás diciendo, mamá? ¿Qué súplica diriges a Dios? ¿Qué temes? -i Ojalá me equivoque! Lo que me has dicho es para mi una explicación clarísima de todo lo que ocurrió después. De la catástrofe del baile, del desmayo y de la enfermedad de Simona. -i Cómo! -exclamó Germana- ¿Crees... ¿Supones... -Que Simona oyó, como tú, la funesta declaración y que conoce el secreto de ese terrible amor. Sí, hija mía; lo creo. Es más, estoy segura. Enmudecieron ambas mujeres- Seguían una junto a otra, con los ojos dilatados por su mudo espanto, como asustadas de sus palabras, del rumor de sus voces, sin atreverse a dirigir la vista a su alrededor, absortas en la contemplación de aquel punto odioso y siniestro que, como el caos de las pesadillas, llegaba hacia ellas creciendo sin

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