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BLANCO Y NEGRO MADRID 14-01-1923 página 45
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BLANCO Y NEGRO MADRID 14-01-1923 página 45

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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Aquello era una especie de milagro que produjo intensa alegría a Raham Sing. Por su parte, el doctor nada dijo. Ni temía ni esperaba. Lo único que hizo fué pasar una mano por la cabeza de la enferma, echándola un poco hacia atrás para examinar sus ojos, después de lo cual murmuró: -A usted le gusta el sol, ¿verdad? Pues tómelo usted cuanto quiera. No deseaba otra cosa. Saludó con una sonrisa a los primeros rayos de un sol de primavera temprana, y se bañó materialmente en sus dorados reflejos. Las rosas de los setos comenzaban ya a entreabrir sus capullos. Mientras la enfermita se reanimaba poco a poco al aire libre, en el silencio de la villa ocurría otro drama. Este no tenía testigos. Era su escenario el corazón de dos mujeres: la señora del Beal y su hija. Cuando Germana vio a Simona restablecida, en apariencia al menos, se decidió a realizar el acto que, a su juicio, reclamaban las circunstancias. Opinaba ella que había llegado el momento, y que la necesidad de su determinación era ya ineludible. Desde la noche del baile, su alma pura pasó por todas las angustias y sufrió todas las desesperaciones. Desde su ventana, abierta hacia el mar, oyó la exclamación de angustia que se le escapó a iCarlos, aquella confesión que la hubiera llenado de alegría si le fuese permitido amor semejante, si este amor no se le hubiese revelado a eUa con los inequívocos estigmas de una falta. Sabía, pues, que él la amaba. ¡Amar! Suave certidumbre que abre al corazón insondables horizontes de fehcidad, estremecimientos de alegría, púdicos rubores en la mirada y en la voz, consuelo de las aflicciones de este mundo; que permite a dos seres, unidos para siempre, pedirse mutuamente el apoyo necesario en las decepciones y en las tristezas de la vida. ¡Amar! Palabra tanto más sagrada cuanto más casto es el sentimiento a que da nombre, y que después de haber acariciado las frentes de los padres asocia el esposo al fin sublime de la mujer, al florecimiento de su misión, a la vez terrestre y divina: a la maternidad. Pues bien. Para aquella adorable muchacha, para aquella alma inmaculada, tal palabra era una mancha, y tal sentimiento casi un crimen. Por un momento se acogió a la esperanza de que el tiempo ahogaría en ella el ilícito afecto. Casi tenía derecho a esperarlo, ya que su voluntad enérgica y tenaz logró garantizar una calma relativa a sus pensamientos. Poco a poco se acostumbró a la idea de aquella boda que consumaría su desgracia. Pensaba que la existencia está llena de sacrificios, y que sólo Dios sabe lo que oculta a los ojos humanos el velo de los dolores del momento. Educada por su madre en el hogar, predispuesta por naturaleza a la práctica de las más austeras virtudes, conocedora de lo porvenir, consolada en el presente por una fe sólida y una asiduidad religiosa exacta y continua, Germana tenía en sí misma la noble confianza que da la seguridad de un alma siempre abierta a las miradas de Dios. Pero la prueba era más terrible de lo que ella había sospechado. Creyó que sólo ella amaba, y no era así. Carlos padecía del mismo mal, sufría las mismas torturas que ella. La quería. Y ante aquel amor, Germana tenía miedo de encontrarse sin fuerzas. Porque es fácil, a costa de luchas y de abnegaciones, conseguir la resignación heroica, rechazar hasta lo más profundo del alma un dolor no advertido por los demás; pero ¿cómo permanecer insensible ante el espectáculo de las angustias de otro? ¿Cómo callar? Y si se reprime la queja de los labios, ¿cómo imponer silencio a la de los ojos, a los temblores involuntarios, a las lágrimas que brotan de pronto, a los rubores o a las palideces imprevistos? El hombre a quien ella amaba no le pertenecía ni le pertenecería nunca; era el prometido de otra mujer, y esta mujer era su prima, su bienhechora, Simona, por cuya vida hubiera perdido ella la suya diez veces con alegría y con agradecimiento. Tenía que rechazar al hombre a quien amaba. Aún más; tenía que llevarlo ella misma al lado de la novia, tenía que guiar a Simona, aconsejarla aquella unión, que tal vez- -el amor hace milagros- -avivaría el soplo de vida, a punto de extinguirse, de aquella encantadora criatura. ¿Sería capaz Germana de tan sublime abnegación? Muchas veces se lo preguntó a si misma sinceramente. Durante su triunfo y el de Simona la noche de la fiesta la acometió la horrible duda. Estaba en todo el esplendor de su belleza, y sin desconocer la impresión que producía tuvo que arrostrar las miradas del hombre que la amaba. Tuvo que sufrir impasible aquella entrevista, sosteniendo a su amada prima, de quien, a pesar de sus esfuerzos, se había convertido en rival. No era posible que esto se repitiese. No se desafía dos veces peligro semejante. Toda la noche siguiente, inclinada a los pies de la temblorosa enferma, lloró, apoyada la frente en las ropas, y oyó a su vez los gritos de dolor en que prorrumpió Simona durante su delirio. ¡Vete! -gemía la muchacha en el espasmo de un sollozo- ¡Vete! ¡no has venido más que para arrebatármelo! ¡A ti es a quien ama! No quiero morirme para que sea tuyo! ¡Vete! Su diáfana mano se agitaba; sus brazos, blancos y endebles, golpeaban las sábanas. Sin duda quería con aquel gesto impotente alejar de sí a la odiosa enemiga de su felicidad, a la que le robaba el corazón de Carlos. Al amanecer se levantó Germana, que ya no podía llorar. Se inclinó sobre la abrasada frente de su prima, la besó, y suavemente, como si tratara de dormir a un niño caprichoso, murmuró estas frases, que la enferma no podía oir ni comprender: -Descansa en paz, amada mía. El día de nuestra primera entrevista, cuando contemplé tus sueños de ángel a bordo del yate que las olas destruyeron, ofrecí a Dios dar por ti más que mi vida. Dios ha aceptado mi promesa, y voy a inmolarte mi corazón. Confortada después de esto, salió del cuarto. Estaba resuelta a marcharse de la villa, aimque no inmediatamente, porque irse en aquellas circunstancias hubiera sido abandonar a Simona, cosa que ella no debía ni podía hacer. Mientras Simona estuviese allí, tendida en el le-

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