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BLANCO Y NEGRO MADRID 25-02-1905 página 14
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BLANCO Y NEGRO MADRID 25-02-1905 página 14

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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EL CASTILLO T O I A en las postrimeríavS de su vida, JiíJ el b u e n filósofo Spencer pasa un verano en los montes ¿e Escocia. Cierta señora amiga suya le dice un día que en un país sin abadías y castillos ruinosos es imposible vivir y el filósofo piensa para su sayo que quizás aquella señora tiene razón. El viejo Spencer asiste embebecido á los levantes de la aurora y á las puestas de sol. En la calma crepuscular tiemblan vagamente las esquilas del g a n a d o que discurre hacia el V 4 aprisco. A las veces un ciervo calca su silueta sobre el horizonte de fuego y de oro. Las faldas de los montes se 9 extienden guarnecidas de vegetación intacta. Y entonces el buen filósofo, cavilando, c a v i l a n d o dice en sus adentros: ¡Ojalá el arado no profane nunca esta tierra virgen, tantas vece. secular, casi sagrada! -Esto viene á ser un antojo pueril de viejo, una ilusión postrera, quizá un remordimiento. Y luego: -Los hombres entienden malamente el progreso y la evolución. Con la difusión de la industria se diría que ha invadido el mundo un ejército de deshollinadores. Ya, en la. s matinada: de invierno, no podemos oir el ruido de los aguadañadores, ruido desagradable en sí, pero poéti. íi ít ülft co por las imágenes que evoca; ni hay cuadrillas de respigadores, ni cogedores de setas. Ruskin no exagera tanto como yo pensé, cuando dice: Hay que 1 amar á los pájaros y á las- flores y á los arroyos; hay que infundir este amor á l o s hombres, y será la base de n pros reso sólido y racional. -Y más luego, á guisa de epílogo: -Las g e n e r a c i o n e s futuras maldecirán nuestra memoria. Todo lo anterior, sobre poco más ó menos, puede verse en la última obra de Ileriberto Spencer, Jechos r explicaciones. Ideas muy s e m e j a n t e s inspiran La aldea perdida de nuestro Armando Palacio Valdés. j l Piérdeusc, en efecto, las aldeas, los rincones apartados y umbrosos, las verdes guaridas de silencio grato y calma sedante. El ejército de deshollinadores invade todo el ámbito de la tierra. El ferrocarril profana las llanuras y collados por donde en otro tiempo caminaban lentas caravanas de dromedarios y poUinejos arábigos, las márgenes religiosas del Nilo padre, las frondosas angosturas cantábricas. vSe h a perdido Palestina, se ha perdido Egipto, s e pierde A, sturias. Hay u n lugar en mi tierra que propios y extraños reputan de belleza singular y sin parejo: la desembocadura del Nalón. E. ste río, que en los comienzos de su curso bulle y salta, ríe, rezonga, murmura, torna y gira, travieso é infantil, á medida que crece y se hace persona y adquiere conciencia de su importancia, saca fuera el pecho, se enfurruña y pone so: n. brío; y ya terminando su carrera, cerca de dar en el mar, que es el morir, deslizase sosegado y augusto como rtn patriarca, casi inmóvil en su calma azul, que es el color de lo infinito. Su fenecimiento era hasta hace muy poco noblemente tácito. Ahora pita la locomotora á lo largo del día, y el turismo, gárrulo y frivolo, deja su huella, qiie es un sacrilegio. Cercana á la rompiente de la mar, corta la paz del vidrio de las aguas una montiña coronada por un castillo. Visto de lejos, parece pequeñuelo y miserable, puesto allí para ornato de la loma con primoroso artificio. Mas luego, según se gana el ribazo pino donde se asienta, engrandécese y sube cielo adentro, cargado de altivez legendaria. Alisto desde el pie, parece un cíclope caduco. Tienen los muros el mismo color monótono y pardo de los tapices viejos, y los colgajos de hiedra, si antañona de edad, mozuela de color, los viste á trechos, sirviéndoles de paño de armar. Hasta aquí ha llegado la mano desoladora de la industria. Antes, la montiña, que es en su base de peña escarpada, con marañas inaccesibles de verdura nacida eu los resquicios y quebraduras de la roca, emergía del espejo del agua. La fronda fué talada sin duelo, y en su vez, un cinturón blancuzco y confitado de cer. iento aprisiona y cerca el recinto. Las generaciones futuras maldecirán nuestra inenioria. RAMÓN P É R E Z DE AYALA

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