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BLANCO Y NEGRO MADRID 07-01-1905 página 10
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BLANCO Y NEGRO MADRID 07-01-1905 página 10

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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KZKIJvíKKTTK; p L suicidio de Federico Molina fué uno de los qiie nadie se explica. Se aventuraron hipótesis, barajando las causas que suelen determinar esta clase de i f actos, por desgracia frecuentes, hasta el punto de que van formando sección en la prensa; se habló, como siem pre se habla, de tapete verde, de ojos negros, de enfermedad incurable, de dinero perdido y no hallado, de M todo, en fin... Nadie pudo concretar, sin embargo, ninguna de las versiones, y Federico se llevó su secreto al olvidado nicho en que descansan sus restos, mientras su pobre alma... ¿No pensáis vosotros en el destino de las almas, des. ÍÁ pués de que surgen de su barro, como la chispa eléctrica del carbón? ¿De veras no pensáis nunca, lo que se dice nunca? ¿Creéis tan á pies juntillas, como Espronceda, en la paz del sepulcro? El príncipe Hamleto no creía, y por eso prefirió sufrir los males que le rodeaban, antes que buscar otros que no conocía, en la ignota tierra de donde no regresó viajero alguno. Tal vez Federico Molina no pensase en este grave inconveniente de la sombría determinación: no sabemos, no sabremos jamás, lo que creía Federico- -ni aun lo que dudaba, -porque á Hamleto, trastornado por la aparición de la sombra vengadora, no le preserva de atentar contra su vida la fe, sino la duda, el problema del acaso soñar... Una casualidad de las qtie parecen inventadas y no pueden inventarse, trajo á mis manos algo que á un diario se asemeja; apuntes trazados por Federico, que tenían en la primer hoja la fecha de un año justo antes del drama. Ea clave de su desventura la encierra el elegante álbum con tapas de cuero de Rusia, con las iniciales F. M. enlazadas, de oro, vendido á un prendero en la almoneda, adquirido por un aficionado á encua- ¡x dernaciones, que arranca cuidadosamente lo escrito ó fí impreso y sólo guarda la tapa, habiéndose formado una soberbia ¿diré biblioteca? de forros de libros, y á quien yo he suplicado que me ceda lo de dentro, j a que sólo estima lo de fuera, -y quién sabe si es un filósofo. 4 sí pude mirar un poco dentro del espíritu del suicida, y creo que nadie traducirá sino como yo las traduje, las indicaciones que extracto coordinándolas. ¡Siempre lo mismo! Ea impresión persiste. ¿Cómo empezó? Esto es lo malo: no lo puedo decir. Fué tan insensible la inoculación, que apenas recuerdo antecedentes. No veo causa, no veo origen definido. No he recibido, á mi parecer, ningún susto; no he sufrido emoción alguna, profunda ó repentina y sobrecogedora, que justifique estado de ánimo tan especial. ¿De ánimo? Y también de cuerpo. Noto que mis funciones se han alterado; cada día compruebo los estragos del mal en mi organismo. La depresión de mis facultades es gradual, honda. Mi inteligencia está perturbada, mi cerebro no rige, mi corazón es un reloj descompuesto. Ni aún sé si voy á conseguir notar con exactitud lo que me pasa. Eo intentaré... Se me figura que el origen de esto ha sido la mala costumbre de leer de noche, en cama, á las altas horas. Ea puerta está cerrada: yo mismo, antes de acostarme, he dado á la llave dos vueltas. Ea caima de uno de los barrios menos ruidosos de Madrid envuelve como acolchada manta el dormitorio y la casa toda. Ea seguridad es absoluta: desde tiempo inmemorial no se oye hablar de ningún robo, de ningún ataque á domicilio; sólo miserables raterías al descuido. Ningún peligro me amenaza. Estoy despierto, tengo á mano, bien cargado, mi revólver, y mi servidor, que duerme cerca, es fiel y resuelto; cuento con él á todo trance. Siendo así ¿por qué, en medio de la lectura, me quedo con el libro abierto, los ojos fijos en un punto del espacio, las manos heladas, el pelo electrizado en las sienes, el diafragma contraído? ¿Qué oigo, qué veo, qué percibo alrededor de mí? Ea habitación es bonita, confortable, sin nada que pueda excitar insanamente la fantasía. No hayan ella sino muebles modernos y ricos, una larga meridiana en que duermo la siesta, asientos bajos, mi armario- luna, un estante de libros, un reducido escritorio. Ni rinconadas, ni cortinajes tras de los cuales la imaginación finge bultos escondidos traidoramente...

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