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BLANCO Y NEGRO MADRID 05-09-1903 página 4
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BLANCO Y NEGRO MADRID 05-09-1903 página 4

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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A t; rio (k- l espacio; lejos, lejos... camino del ¿CT ZÍ misterioso hacia donde le arrastraba implacable su destino. -Ahora- -insistió. -Ahora ó nunca, 5 v SwJj Juana. No me hará daño, créelo. Estoy seguro de que, al contrario, me hará bien. ¡SJ tú sospechases lo que pesa en el corazón un secreto! -Si supieses cómo abruma eso de callar á todas horas! ¿Un secreto? -contestó como un eco Juana, inmutándose. Por favor, querida... no te alarmes ya, ni te alborotes cuando te confiese, Prométeme que tendrá. serenidad. Siéntate ahí; dame la mano. ¿No? ¡Como quieras... es? Te cansas; déjalo, Federico, -porfió Juana agitada por imperceptible temblor, como si luchase consigo misma. -Oye... Nadie mejor que yo conoce lo que le perjudica. Estoy cierto de que hasta para morir más resignado necesito espontanearme, acusarme... Juana: ahora no somos más que un pobre enfermo y la santa que le asiste. El último consuelo te pido; sé indulgente; dime por anticipado que me perdonarás. ¡T e perdono... y calla, Federico! -profirió ella sordamente, á pesar suyo, en tono colérico. Él, realizando sobrehumano esfuerzo, se sentó en la cama, echando fuera el busto, inclinándose hacia su mujer en un trasporte cariñoso y humilde. Era de esos enfermos afinados por el dolor, que dicen y hacen cosas tiernas y desgarradoras y se afanan en excitar los sentimientos de los que les rodean. La emoción profunda de Juana le animó; cruzando las manos con fervorosa súplica, rompió á hablar: -Me perdonas, me perdonas... Es que no sabes; es que crees que se trata de alguna falta leve. Fué grave; soy muy culpable, y me atormenta pensar que te eístoy robando, no sólo el tiempo y el trabajo. que t e cuesta cuidarme, sino otra cosa que vale más... Después de que lo sepas, ¿me querrás todavía? ¿No me abandonarás, á que muera como un perro? Juana se puso de pie de un brinco. El temblor nervioso de su cuerpo se acentuaba. Su voz era ronca, obscura, fúnebre, cuando dijo con aparente irónica frialdad: -Ahórrate el trabajo de confesar. Estoy tan enterada casi como tú mismo. El enfermo, sobrecogido, se dejó caer sobre la almohada. Sus pupilas se vidriaron sin humedecerse: era el llanto seco, por decirlo así, de los organismos agotados. ¡Estabas enterada! ¿Pues qué creías? -repuso ella, lívida, apretando los dientes, apuñalándole con los ojos. Federico se cubrió el rostro, aterrado. Acababa de desmoronársele dentro lo único que le sostenía. Creía en el amor de su enfermera; alentaba aún, gracias á tal convicción; y he aquí que las inflexionesde la voz, el gesto, la actitud de Juana a c a b á b a n l e arrebatarle, de súbito, esa divina creencia. El odio se había transparentado en ellos tan sin rebozo, tan impetuoso en su revelación impensada, que la aguda sensación del peligro- -del peligro latente, mal definido, acechador, -suprimió en aquel in;

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