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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-01-1902 página 20
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BLANCO Y NEGRO MADRID 04-01-1902 página 20

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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¿S que la historia llama H e r n á n Cortés, el conquistador de México, el subyugador de Moctezuma, el que ganó p a r a E s p a ñ a los m á s ricos pedazos de su pabellón, h o y ya en jirones. ¡Mucho ojo, grandes; mucho ojo con esos chicos flacnchos, pálidos, de ojos vivos y piern a s torcidas, que odian la gramática y quieren irse á algún ladol 4 m Bendijo Dios los dos matrimonios del señor Alfonso Sánchez de Cepeda, cristianísimo hidalgo de Avila. De la primer a mnjer tuvo tres hijos; d o la s e g u n d a Beatriz Dávila y Ahumada, nueve. Con t a m a ñ a carga de hijos y la mujer t a a bella como virtuosa, pero tan aquejada de enfermedades como virtuosa y bella, el señor Alfonso pasaba grandes apuros y trabajos. Castellano de raza, con sangre de Séneca y de los mártires en las venas, el hidalgo aviles llevaba con paciencia las desazones, y las disimulaba con lecturas devot a s y de pasatiempo. Consolábale también el amor de sus hijos, y sobre todo el de Teresa, la sexta hija, prodigio de gracias y compendio d e encantos infantiles. Niña de ojos m u y negros, de labios m u y rojos, á la cuenta, la muchachita, ¡caso r a r í s i m o en aquel tiempo! d e s d e los cinco ó seis años sabía leer de corrido. Ella y su hermano Rodrigo, que la llevaba u n afio, j u n t á b a n s e en el huerto de la casa á leer vidas de santos, llenas de tormentos y martirios horrendos, cuyos relatos l e í crispaban los nervios y les calentaban las tiernas cabecitas. E n t u s i a s m á b a n s e con ello, y perdiendo el seso de pájaro que tenían, concertaban, como el otro niñ o d e q u e acabo d e hablar, i r s e marcharse sin saber á dónde, á tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que los descabezasen y gan a r la gloria. EQardeoíales la idea misteriosa, incomprensi MBP- ble, de la gloria eterna. ¿Qué sería la eternidad? Y n o se cansaban de r e p e t i r la palab r a mágica, de indefinible encanto: Para siempre, siempre. La realidad y el amor á sus p a d r e s les vencían. Y a n o trat a b a n de p a r t i r á tierra de moros ó de herejes, sino de vivir retirados como los p a d r e s del yermo, y eran de v e r el afán y la diligencia con que los dos chiquillos amontonaban pedruscos y tejas en el h u e r t o para hacer ermitas y retiros donde rezar y meditar á solas. Pero tampoco aquello satísfa cía á Teresa. E n sus manos cayeron, sin saber cómo, tales ó cuáles libros de Caballerías, y por la m e n t e de la niña cruzar o n sin d a d a los m i s m o s altos p e n s a m i e n t o s y las m i s m a s alocadas fantasías que por la de Alonso Quijano el Bueno y p o r la del audaz mancebo de Loyola. ¡Ah, sí; era necesario, urgente, acometer e m p r e s a s g r a n d e s andar, andar, a n d a r por este m u n d o s i e m p r e con la vista puesta en el otro! y la Cruz fué la Dulcinea de aquel Don Quijote con faldas, como lo fué del Quijote vascongado. H a b i t u a d a la imaginación de T e r e s a á las descomunales proporciones de h o m b r e s y cosas, tales como Amadís, Palmerín, L i s u a r t e y s u s aventuras y altos fechos, ya nunca había de contentarse con el t a m a ñ o cicatero y mezquino de la h u m a n i d a d pensaría siemp r e grande, e n o r m e gigantesco; no se arredraría nunca ante las pequeneces de la vida, por muy apretadas y arteras que se le ofreciesen. Gustaba m u c h o d e clara- -cuando jugaba con otras niñas hacer monesterios, como que éramos monjas, y yo me parece que deseaba serlo, a u n q u e n o t a n t o como las cosas que he dicho. Y así fué: amó la lucha y l u c h ó sin descanso, y luchando pereció. El alma de la niña castellana, y aun su habla dulce y persuasiva, conserváronse intactas en el cuerpo de la santa. ¡Cuántas veces, leyéndola, n o n o s sorprenden y embelesan sus encantadoras niñerías! Mujer y fundadora ya, todavía conservaba la afición á poner m o t e s graciosos casi s i e m p r e Al benditísimo San J u a n de la Cruz, que era h o m b r e de escasas carnes y cortísima estatu ra, le llamaba Senequita. Ll, Tiene su silla, en la bordada alfombra de Castilla, el valor de la Montaña, que el Valle de Carriedo España nombra. Allí otro tiempo se cifraba España Allí tuve principio; mas ¿qué importa nacer laurel y ser humilde caña? Falta dinero allí, la tierra es corta; vino mi padre del solar de Vega; así á los pobres la nobleza exhorta: siguióle hasta Madrid, de celos ciega, su amorosa mujer; porque él quería una española Elena, entonces griega. -Jí LOpS VeGA

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