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BLANCO Y NEGRO MADRID 11-09-1897 página 7
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BLANCO Y NEGRO MADRID 11-09-1897 página 7

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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-i Ah I exclamó para si el fotógrafo de afición; j O te juro que obtendré, cuésteme lo que me cueste, la imagen de esa encantadora criatura, que bien merecía u n marido más joven, más amable y menos feo. Y al siguiente día lo dispuso todo para conseguir lo que deseaba. Habló muy tempranito con el dueíio de las casetas, alquiló una por crecido precio, hizola colocar aislada á buena distancia de las otras, y en ella se metió con su aparato fotográfico, cerrando la puerta por dentro. Después, con un barrenito que llevaba á prevención, abrió un agujero en cada uno de los lados de la caseta para observar desde allí en todas direcciones con relativa comodidad. Al poco tiempo de estar allí sentado y aplicando el ojo á cada momento á los taladros de su observatorio, tuvo que ponerse en mangas de camisa, porque la ventilación era escasa, y con el humo de los cigarrillos que fumaba sin cesar para distraerse, la atmósfera se había hp ho pe. iadísima. Además, como e Cuando ella empezaba á entrar en el agua lentamente, chapoteando con los menudos pies en las olas mansas que venían á morir en la arena, y cuando Casimiro embelesado la contemplaba por el agujerito, se interpuso entre éste y el mar una persona. -I Caracoles! exclamó Casimiro, usando una interjección muy propia en la orilla del mar; si es el marido En efecto; era él. Formando ancha bocina con las manos para dominar con su voz el mugido del oleaje, gritó desde allí, á dos pasos de Casimiro: No estés mucho tiempo. La mujer, que liabía vuelto la cabeza al oir su nombre, indicó por señas que se había enterado, y como quien sabe nadar con maestría, desapareció en el agua, cortando con su cuerpo el borde espumoso de una gran ola. El marido, según Casimiro pudo ver, esta- SJ i día era caluroso y el sol daba de plano y la caseta no tenía otro respiradero que un tragaluz muy chico junto á la techumbre, la temperatura llegó á ser insoportable, pues Casimiro, temeroso de que le viesen, sólo de vez en cuando ventilaba su escondrijo abriendo un instante la puerta. Acabó por quitarse también los pantalones; pero en medio de su sofoco se consolaba con la idea de recrearse poseyendo luego aquel anhelado cliché, que uniría á los encantos de la belleza el más grande de todos: el de lo prohibido. Su proyecto era facilísimo de realizar. Cuando la mu jer se dirigiese al agua, él apercibiría el aparato, y al verla salir, en aquel momento de que hablamos antes, entreabrirla la puerta un instante con la mayor rapidez posible, y así la tendría sólo el tiempo necesario para quedarse con aquella imagen tan apetecida. De este modo era diñcilísimo que nadie le viese, como no fuera los que estaban bañándose. Al cabo, hacia el medio día, por uno de los agujeros vio Casimiro á la liermosa bañista. Ya era hora! El paciente joven estaba allí desde las seis de la mañana. III La mujer se dirigió al mar cubierta con su luenga capa, que entregó al bañero, el cual quedó esperando en la orilla. ba acompañado de otro señor de su misma edad, poco más ó menos, y ambos se sentaron sobre la arena, á la sombra de la caseta, allí al lado, impidiendo con sus cuerpos que se pudiese abrir por completo la puerta. No parecía sino que se habían colocado adrede en aquel sitio. Pero no, debía de ser casualidad, porque Casimiro había pagado con esplendidez al dueño de las casetas p a r a que nadie supiese quién estaba allí, y aquél le habla prometido, respetando el secreto de sus intenciones, que nadie le molestaría, y que con la puerta cerrada por dentro podía estar bien seguro, aunque no saliera hasta la noche. El caso era, sin duda alguna, pura casualidad; pero no por eso menos lamentable. El marido, como reanudando interrumpida conversación, habló así con el caballero que le acompañaba: -Estoy decidido. Si ese impertinente vuelve á presentarse en la playa con la maquinita cuando mi mujer venga á bañarse, te juro que no le quedan ganas de sacar más fotografías. Ya conoces mi carácter; ¡no faltaba m á s I Y o no comprendo que consientan abuso semejante. De la primera guantada se queda ese títere sin muelas. -Tienes razón, dijo el otro; y te lo agradecerán mucho todos los que no se atreven á hacerlo.

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