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BLANCO Y NEGRO MADRID 29-12-1894 página 29
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BLANCO Y NEGRO MADRID 29-12-1894 página 29

  • EdiciónBLANCO Y NEGRO, MADRID
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851 salen disparados á alta mar. Envueltos en grandes camisetas, fabricadas burdamente con gruesos cobertores do lana, apenas si este abrigo y el ejercicio del remar constante pueden contrarrestar los efectos de una noobe de Diciembre. Cuando el cielo amenaza chubasco, la tripulación se viste con la ropa de aguas calzones y blusa anchos y mal cortados, protectores contra la lluvia gracias á la gruesa capa de barniz amarillento, (juo da á los pescadores aspecto de ajusticiados. Iios trabajadores del mar r e m a n y r e m a n sin descanso; h a y que alelarse 27 millas de la costa, y no se recorre esa distancia con tres caricias del r e m o Allá van las barcas deslizándose en la soledad obscura de u n a noche en los mares, dejando como denunciadora de su r u t a la débil espumilla do la estela, y acumulados en el fondo y á popa los larguísimos palangres erizados de anzuelos. Aliquandn ol astro de la noche ilumina las barcas, calladas y misteriosas como 11 vascello fantasma de W a g n e r l a p a l i d e z de la luz l u n a r redobla la palidez de las figuras, que parecen cosa del otro mundo con sus anchos ropones amarillos, sus desairados sombreretes, sus manos aferradas al remo, que apalanca en las ondas sin m a r r a r u n a vez el p u n t o de apoyo. Llegados al lugar designado, se recogen los remos, se fondea la laucha, y una vez inmóvil, comienzan los preparati- vos de la pesca del besugo, que es u n a pesca á mano Cada tripulante examina sus cordeles y anzuelos besugueros. Estos van distribuidos en el palangre á la distancia de uno por pie; cada anzuelo lleva su carnada correspondiente; u n a vez repasados los anzuelos, las carnadas y los cordeles, el pescador arroja su palangre vertical en el agua; el último anzuelo toca en el fondo del mar, donde se ocultan y a r r e m o l i n a n los besugos. De lo demás se encarga el tiempo y la paciencia del pescador. P o r el tiento comprende éste que h a y varios besugos aferrados; entonces hala el aparejo, descarga la pesca y vuelve á arrojar en el m a r el mismo ú otro palangre convenientemente preparado. Los vapores vienen á usar el mismo procedimiento, a u n q u e no reclaman el auxilio de t a n t a s manos. El aparejo so larga horizontalmente á mucha profundidad y sujeto arriba por calas ó cordeles que penden de otras t a n t a s boyas. Mas no nos separemos de la barca. Aquí los pescadores silenciosos, apoyados en las bandas de la pequeña embarcación y atentos al tirón que da la mano cuando el pez se agarra, recogen y arrojan sucesivamente el aparejo, cobrando pesca desde antes del amanecer hasta las dos ó las tres de la tarde. Terminada la faena, se acumulan en el fondo de la lancha besugos y palangres, salen otra vez los remos, y vuelta á casa. Si el m a r está bueno, nada ocurre; con el crepúsculo van llegando á puerto las barcas una t r a s otra, y las familias de los pescadores ven con alegría agrandarse poco á poco los puntos negros que surgen entre el cielo y el mar, que van tomando forma, que parecen después grandes crustáceos moviendo sus patas (no otra cosa parecen los remos) que tocan tierra por fin y l e n t a m e n t e desocupan de la lancha á l o s vencido? los pobres besugos de aletas rojas, do lon) o irisado, de ojos claros, serenos como la hermosa del madrigal. Pero m u y á menudo protesta el mar, y el m a r Cantábrico sobre todo, de estos latrocinios cometidos en lo más oculto de sus senos. El imprevisto t e m p o r a l se presenta bravo y amenazador; en vano corren y corren las barcas p a r a salvar á tiempo la peligrosa b a r r a erizada de escollos; el riesgo, que fué remoto en a l t a mar, se haco i n m i n e n t e y perentorio en la costa; los pescadores, al correr hacia su salvación, corren también hacia la más grave de las contingencias; la madre tierra les oculta sus playas suaves y los muestra, en cambio, los peñascos y rocas donde van á estrellarse. ¡Cuántas veces i n t e n t a n las débiles b a r c a s el paso do la b a r r a ¡Cuántas otras tienen que volverse á todo escape, acechando el i n s t a n t e de menos peligro! ¡Y qué pocas veeos os gourmandíi españoles, al engullir ontro sorbos de vino la carne blanca y fresca de u n a colosal besugada, pensarán quo quizá á la mi- ima hora los bravos poscadoro- i quo sacan del fondo del m a r aquo-

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