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ABC MADRID 21-05-2018 página 12
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  • EdiciónABC, MADRID
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12 OPINIÓN CAMBIO DE GUARDIA PUEBLA LUNES, 21 DE MAYO DE 2018 abc. es opinion ABC GABRIEL ALBIAC EVITA EN LA NAVATA Ni a Eva Perón se le hubiera ocurrido acometer un ridículo tan extremo como el que Irene Montero afrontó el jueves E L plebiscito fue, en el siglo XIX, artilugio mediante el cual una dictadura cesarista revestía forma escénica de democracia. Louis- Napoléon Bonaparte le da paradigma tras el golpe de Estado de diciembre de 1851. No hubo cesarismo que no recurriera a ese acto de fe en los hombres providenciales. Aquí, en España, la dictadura del general Franco estuvo siempre ligada a los llamamientos plebiscitarios. Y, en ellos, a esa retórica que los déspotas adoran: o yo o el caos El plebiscito define la filiación personal del pueblo con un paternal líder carismático. Que amenaza con irse, si el tal pueblo cuestiona sus arbitrios. De la benevolencia de ese caudillo pende la salvación de todos. Así, el plebiscito liturgiza una relación que es previa a lo político: una relación de familia y, como tal, de derecho sagrado. Puede que, en el siglo XX, fuera Perón quien mejor supiera entender la eficacia de ese familiarismo que define su versión del fascismo mussoliniano. El espectáculo de la Santa Pareja en el vértice del Estado dice lo esencial: que el deseo del pueblo se nutre sólo del deseo del patriarca y la matriarca. La gran familia sabe su salvación ligada al destino de la sacerdotal pareja. Y el plebiscito consagra tal fusión, que es la de un cuerpo místico. Así funciona el populismo: una patológica cesión del deseo propio en el deseo de aquellos en cuya imagen se cifra el destino colectivo. Si el populismo es la forma subdesarrollada de los fascismos lo es por eso: en ausencia de las estructuras anónimas de poder que definen al Estado, el histrionismo de los jefes opera como suplencia del placer propio. Para el fascismo populista cuyo arquetipo fija el juego de máscaras Perón Evita distinguir entre la dicha de los jefes y la de sus devotos es una abominación burguesa. El plebiscito puede tener un perfil moderno. Y remitir a cuestiones de Estado. Siempre y cuando preserve el principio de poner sobre el mantel la autoridad del caudillo como envite supremo. Franco practicó eso con solvencia cuando juzgó que estaba entrando en tiempos de mutación. Pinochet intentó jugar la misma baza. Y se estrelló. Afortunadamente. Pero el plebiscito bordea casi siempre, al menos en las sociedades desarrolladas, las letales fronteras del ridículo. Perón y Evita podían hacer de ese ridículo arma política en una Argentina tan teatral cuanto irrelevante. Pensábamos que, en países institucionalmente civilizados, ese bochorno sería impensable. Nos equivocábamos. Ni a Eva Perón se le hubiera ocurrido acometer un ridículo tan extremo como el que Irene Montero afrontó el jueves y la pareja soberana ratificó el sábado. Ni la legendaria ausencia de pudor de los Perón se hubiera atrevido a arrostrar una irrisión como la de convocar un plebiscito para dictar si los héroes del pueblo pueden seguir siéndolo después de haberse comprado una mansión de seiscientos y pico mil euros. Mucho deben los amos despreciar sus fieles para hacerlos pasar por un bochorno semejante. EL ÁNGULO OSCURO JUAN MANUEL DE PRADA MONARQUÍA DE SITCOM CUTRE Mucho más nociva que la demolición de las instituciones es su degeneración y perversión C ASI todas las desgracias de la vida política (y utilizamos el término en su sentido aristotélico) tienen su origen en la degeneración o perversión de las instituciones. Rumiaba tan sombrío pensamiento el otro día, mientras contemplaba en un telediario imágenes del bodorrio de un principito inglés con una farandulera con más pasado que las ruinas de Stonehenge. Naturalmente, todo lo que perjudique a la inicua monarquía británica debe regocijarnos; y su conversión en una monarquía, no ya de opereta, sino de sitcom cutre (no hay más que repasar la filmografía casposa de la farandulera) debe ser celebrada con alborozo. Pero pecaríamos de ingenuidad si pensásemos que la degeneración de la familia real británica sólo perjudica a los súbditos de la pérfida Albión; pues, a los ojos del mundo, dicha familia se ha convertido en cifra o emblema de la institución monárquica, o de sus despojos, jirones y menudillos. Afirmaba Gustave Thibon que la identidad de medio social es una de las condiciones centrales de la comunión matrimonial. Por supuesto, el gran maestro francés no excluía que personas de medios diferentes pudieran alcanzar los fines propios del matrimonio; pero consideraba que, para ello, en la persona de un medio inferior debía haber una vocación de ascenso moral y espiritual. En una unión entre individuos del mismo medio proseguía Thibon los hábitos, los gustos, las necesidades comunes, todo ese complejo de elementos biopsicológicos contribuye a cimentar la armonía. En el caso contrario, todo el peso del pasado de los dos esposos tiende, en cierto modo, a desunirlos; y conductas sociales que pueden ser absolutamente naturales en un medio pueden ser un factor de perturbación o de escándalo en otro Pero esta advertencia de Thibon pretendía tan sólo salvar el matrimonio; cuando además hay que salvar la monarquía esta identidad de medio social se convierte en obligación. Al parecer, el principito inglés conoció a la farandulera en una cita a ciegas y ya desde entonces todo lo hizo igualmente a ciegas, en volandas de su capricho y con la pica enristrada, pasando por alto las circunstancias familiares de la farandulera: el hermanito pistolero, el primo cultivador de marihuana, los papás promiscuos y sembradores de linajes a la greña, etcétera. Todo de un plebeyismo chabacano con olor a porro y flujos venéreos. Nos congratula ver a las escurrajas de la casa de Windsor refocilándose en el albañal de las pasiones más sórdidas; pero no se nos escapa que estos casorios de baja estofa, tan celebrados por los botarates gangrenados de sentimentalismo, deleitan sobre todo a los enemigos de la institución monárquica. Pues la monarquía se funda en el encumbramiento de una familia sobre todas las familias lo mismo ricas que pobres para que desde su cumbre pueda defender al pueblo de las asechanzas del Dinero sin servidumbres ni compromisos; y a cambio de este privilegio espléndido esa familia encumbrada se compromete a dar cosas que nadie obliga y a abstenerse de cosas que nadie prohíbe. Una realeza que disfruta de sus privilegios espléndidos pero no asume sus obligaciones ímprobas no es realeza auténtica, sino familia de monigotes hedonistas que ya no pueden cumplir la función para la que fueron encumbrados. O todavía peor, familia de marionetas cegadas por el capricho que el Dinero maneja y mantiene, para que conviertan la ira popular en emotivismo barato, cada vez que celebran bodorrios con faranduleras o gigolós. Mucho más nociva que la demolición de las instituciones es su degeneración y perversión. Antes republicano que defensor de una monarquía de sitcom cutre.

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