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ABC MADRID 15-04-2017 página 13
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ABC MADRID 15-04-2017 página 13

  • EdiciónABC, MADRID
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ABC SÁBADO, 15 DE ABRIL DE 2017 abc. es opinion OPINIÓN 13 UNA RAYA EN EL AGUA EL ÁNGULO OSCURO JUAN MANUEL DE PRADA PASIÓN DE PONCIO PILATOS En democracia, no existe otra justificación para la autoridad que no sea el consentimiento de los gobernados IENTRAS interrogaba a Jesús, no descubría ninguna razón de peso que justificase la condena del Sanedrín. Pero de repente, en medio de sus respuestas enigmáticas (que yo aguantaba muy tolerantemente) me soltó unas palabras muy rimbombantes: Yo soy Rey. Para esto nací y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la Verdad. Todo aquel que pertenece a la Verdad escucha mi voz Y yo entonces le pregunté con más sorna que desdén: ¿Y qué es la verdad? Jesús calló entonces. Tal silencio al principio me desconcertó, pero enseguida entendí su significado. Me estaba insinuando que la verdad ¡la Verdad! era él mismo, que él era la Verdad viviente, la suprema Verdad hecha hombre, la Verdad abofeteada y escupida y maniatada y zaherida, pero Verdad a fin de cuentas. Aquella arrogancia de creerse en posesión de la verdad ¡de creerse la Verdad misma! me exasperó. Pues la verdad, en el muy dudoso caso de que exista, es irrelevante para quienes, como yo, profesamos la democracia; o, dicho más propiamente, la causa democrática está condenada a la derrota allá donde se acepta que puede accederse a la verdad y captarse valores absolutos. Al conocimiento humano sólo resultan accesibles valores y verdades relativas: sólo sobre la aceptación de esta premisa es posible una convivencia democrática en la que todas las opiniones valgan lo M mismo y sean todas ellas respetables; sólo sobre la aceptación de esta premisa es concebible la existencia de legisladores que dicten leyes benéficas para que el pueblo pueda retozar como un cochinillo. En democracia, cada hombre puede crear su propia verdad, pues no se acepta la existencia de una Verdad universalmente válida sobre las cosas. En democracia, los hombres no aspiran a estar en posesión de la Verdad, sino a ser auténticos; o sea, a decir lo que sienten. Y la bendita suma de autenticidades logrará, mediante el juego de las mayorías y los consensos, un reinado universal de la felicidad. Quédese la Verdad y su pesquisa para los totalitarios que gozan con la desdicha del género humano. Pero, aunque fuese un totalitario, aún di otra oportunidad a aquel Jesús, ofreciendo a la multitud que lo indultase, en lugar de indultar a un ladrón llamado Barrabás. Pero el pueblo, que es sabio, me reclamó que salvase al ladrón, para condenar al totalitario. Mi conciencia me susurró entonces que, si obedecía, estaría perpetrando un crimen; pero, ¿qué gobernante auténticamente democrático no ha de sacrificar alguna vez la inocencia, en aras de la paz social? En democracia, no existe otra justificación para la autoridad que no sea el consentimiento de los gobernados; no hay otra vía legítima para adoptar decisiones obligatorias para todos que permitir que el pueblo las acuerde por mayoría. Si yo hubiese sido un totalitario y hubiese estado tan seguro de la Verdad como Jesús, habría tomado en persona la decisión de liberarlo o condenarlo; pero soy un demócrata y tuve que admitir el veredicto de la mayoría. Me lavé las manos ante la multitud que acababa de expresar su decisión en un democrático plebiscito. De este modo, simbolicé mi sacrificio de demócrata que acalla la voz de su conciencia en beneficio de la voluntad general. Tal vez la opinión de la mayoría no sea verdadera (puesto que la Verdad es incognoscible) pero desde luego es sagrada, pues sólo ella legitima el poder. Hoy las lenguas viperinas me tachan de cobarde, de tibio, de medroso; pero llegará el día, en una alborada futura de progreso y esperanza, en que los demócratas me alcen monumentos en los parques públicos e instituyan fiestas con lavatorio de manos incluido que celebren mi memoria. IGNACIO CAMACHO INVENTARIO DE AUSENCIAS Cada hermandad es un universo de afectos donde la fe mitiga con sus símbolos el dolor del recuento de pérdidas A la memoria de Fernando Carrasco P JM NIETO Fe de ratas OR alegre que sea una celebración hay siempre en ella un fondo de nostalgia, un pellizco amargo: el que nos causa el recuerdo de quienes ya no pueden compartirla. La ausencia es una puñalada intercostal que se clava en el alma con su filo de melancolía. En Navidad, que es la fiesta de la familia, asoma a menudo una punta de tristeza en forma de sillas vacías; la Semana Santa, fiesta de la memoria, contiene una extensa simbología del luto en las cofradías: lazos, crespones, levantás dedicadas, oraciones en voz baja, detalles colocados cerca de las imágenes por manos amigas. Cada hermandad es un universo de afectos donde el dolor de la pérdida se vive con intensa solidaridad corporativa. Quizá la evocación de los difuntos sea la fórmula de inmortalidad más a nuestro alcance; detrás de toda fe hay una sombra de duda y en la angustiosa incertidumbre del más allá evocamos a los que ya la han disipado como un modo de anclarlos a nuestra propia vida. Ese inventario de ausencias es la manera de conservarlos junto a nosotros, de seguir sintiéndolos cerca. Vivirán de algún modo mientras seamos capaces de hacerles un sitio entre los pliegues de nuestra existencia. El cristiano cree en la resurrección y la celebra pero esa convicción espiritual no basta para reparar el natural desconsuelo de la muerte; se necesita algo más tangible que la voluntad metafísica. Entonces apelamos a la ritualidad de la supervivencia evocativa. Y en cada gesto, en cada dedicatoria, en cada epitafio, construimos un diálogo interior con la persona desaparecida. La incorporamos a nuestra continuidad vital para rescatarla de la finitud, para retrasar la certeza insondable de la partida. El pasado Miércoles Santo, la cofradía sevillana de San Bernardo fue por segunda vez un vivo memorial del periodista Fernando Carrasco. Cronista taurino y de la Semana Santa, novelista de éxito, devoto irrevocable, el corazón lo abandonó en plena juventud en el recodo maldito de un mes de marzo. Cuando el Cristo de la Salud salió a las calles de su barrio, la procesión se convirtió en un homenaje de amigos, compañeros y hermanos. Sonó su nombre al compás de un llamador y el recorrido fue dejando esquirlas de su presencia, actas de insumisión contra el olvido, fragmentos del tiempo recobrado. Y los claveles a los pies del Crucificado, y los cirios rojos, y el cristal de los guardabrisas de los candelabros, y el sudor de los costaleros y hasta las macetas de las ventanas se perfumaron de nuevo con la sonrisa transparente de Fernando. Porque eso es esta fiesta que mañana acaba; una cápsula de tiempo congelado. Un recipiente de instantes, un anaquel de horas, una alacena de años. Un hermoso relato simbólico contra el triunfo de la muerte en el que los sentimientos nos aproximan a esa eternidad a la que aspiramos.

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