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ABC MADRID 15-08-2016 página 11
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  • EdiciónABC, MADRID
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ABC LUNES, 15 DE AGOSTO DE 2016 abc. es opinion OPINIÓN 11 UNA RAYA EN EL AGUA EL CONTRAPUNTO ISABEL SAN SEBASTIÁN ODA AL PRAGMATISMO Los idealistas sueñan un mundo mejor; los pragmáticos lo gobiernan E L pragmatismo es la actitud más sabia que cabe adoptar ante la vida. La más inteligente y la más conveniente, lo que viene a ser lo mismo. ¿Para qué sirve la inteligencia sino para permitirnos escoger aquello que nos beneficia? En el extremo opuesto se sitúa el idealismo, impulso a todas luces absurdo del que suelen derivarse consecuencias dolorosas. Una persona pragmática reconoce el terreno en el que se mueve, identifica en él potenciales aliados y rivales susceptibles de entorpecer su escalada, se sirve de los primeros, elimina o neutraliza a los segundos, y va ascendiendo peldaños hasta alcanzar la posición más ventajosa posible. Un idealista localiza los obstáculos que es preciso remover en aras de abrir camino al conjunto y pone su mejor empeño en la tarea de intentarlo, solo para ver pasar al pragmático agazapado que acechaba tras un arbusto. Vayamos a lo concreto. Un político pragmático se fija un objetivo único, llamado poder, cuya consecución justifica cualquier medio: demagogia, mentiras, medias verdades, seducción, corrupción (si resulta inevitable) amnesia, ceguera temporal, cambios de discurso, giros copernicanos, claudicación, justificación de lo injustificable, traición, soborno, intimidación y un largo etcétera. Otro más idealista centra su actividad en adecentar las herramientas de las que habrá de servirse la elite dirigente. Esto es, la jus- ticia, las administraciones públicas, las leyes, la hacienda común... Para el primero, lo único irrenunciable es la meta. El segundo se obceca en la ética y rara vez logra algo. Un negro pragmático en la Sudáfrica del apartheid, por ejemplo, jamás se habría enfrentado a la legislación racista para quemar su vida en Robben Island. A un vasco pragmático en los setenta, ochenta y noventa no se le habría ocurrido plantar cara al terrorismo a costa de perder la tranquilidad o llevarse un tiro en la nuca. El pragmatismo habría inducido a un negro inteligente a resignarse a su suerte, buscando el modo de optimizar su potencial, y a un vasco listo a afiliarse al PNV. El idealismo llevó a Nelson Mandela a cambiar la historia de su país desde una lóbrega celda, y a decenas de concejales humildes a morir asesinados por ETA en un grito de lbertad. La misma ETA que hoy, merced al pragmatismo imperante, vuelve a estar en las instituciones sentando cátedra democrática de lo que impuso derramando sangre. Un líder pragmático dice a su rebaño lo que éste quiere oir y sabe modular el mensaje a la medida cambiante que imponen las necesidades Un referente ético se hace fuerte en sus principios y atiene a la palabra dada, sabiendo que en ello le van, o al menos deberían irle, nombre, honor y credibilidad. El idealismo se rebela ante lo inaceptable, sean cuales sean las circunstancias políticas. El pragmatismo hace arte de lo que resulta posible. Un periodista pragmático jamás se jugaría el pan señalando frontalmente a quien no duda en quitárselo. Se mantendría neutral o, llevando al extremo el pragmatismo, buscaría sutilmente el modo de agradar su vanidad con la dulce miel del halago. Un idealista del periodismo prefiere la crítica a la adulación y defiende su independencia a costa de pagar un precio que no suele ser barato. Los primeros llegan más alto y pueden hacerse ricos. Los segundos logran, como mucho, poder mirarse al espejo reconociéndose a sí mismos. Los idealistas sueñan un mundo mejor y a veces, muy pocas veces, consiguen airerarlo un poco a costa de su sacrificio. Los pragmáticos lo gobiernan. IGNACIO CAMACHO ARTURITO En un tiempo de cine sin ciberfectos, Lucas creó un mito de la cultura popular con un enano en una carcasa de lata Somos enanos, rodeados de enanos, y los gigantes se esconden para reírse de nosotros (Concha Alós) ASTA la aparición del magnético Tyrion Lannister en Juegos de Tronos los enanos de la ficción cinematográfica eran en su mayoría personajes asociados a la comedia, la fantasía infantil o la trágica sentimentalidad desgarrada de historias truculentas como la de El hombre elefante Bufones o perdedores, a veces las dos cosas como en la pintura de Velázquez, cuya portentosa mirada naturalista los rescató de la marginalidad para convertirlos en una metáfora de la normalización del fracaso. En el cine, sin embargo, sus papeles ha sido casi siempre de un derrotismo amargo que sólo alcanzaba cierta redención mediante la impostada jovialidad o la ternura caritativa: dos formas artificiales de sublimar la amargura de la excepción con una capa de almíbar humanitario. Kenny Baker era un dwarf, un enano. No un hombre de pequeña estatura, como aconseja llamarlo el mentiroso eufemismo de la corrección política, sino un enfermo de acondroplasia. Su carrera de actor estaba abocada al encasillamiento circense de la deformidad burlona de no ser porque a un tipo llamado George Lucas se le ocurrió meterlo dentro de una carcasa rodante y luminosa de latón azul y blanco. Y transformado en el robot R 2- D 2 Arturito en la paródica pronunciación spanglish de los seguidores frikis de la odisea galáctica- -lo elevó a icono universal de Hollywood y lo catapultó al inopinado olimpo de la cultura popular contemporánea. Ese sencillo truco de una época en que el cine se hacía sin ciberefectos creó un personaje imperecedero que hoy resolvería un equipo de informáticos. No fue el único; Chewbacca (Peter Mayhew) y el otro androide C 3 PO (Anthony Daniels) alcanzaron tanto éxito que permanecieron cuatro décadas bajo sus respectivas máscaras. Lucas no quiso nunca virtualizarlos cuando retomó la saga; su poderosa intuición de los mecanismos emocionales del público y su admiración por el clasicismo de la industria lo llevaron a mantenerlos en tres dimensiones como una especie de homenaje a los tiempos liminares. Los salvó de la tecnología para conservar algo de la vieja, convencional, entrañable magia de los cinéfilos. Baker se parecía vagamente a Sebastián de Morra, el bufón velazqueño. Fuera del cilindro con patas de Star wars no dejaba de ser el típico actor enano condenado a la falsa y gruesa comicidad de las sonrisas forzadas. Arturito le otorgó el carisma mitológico de un símbolo de la cultura de masas. Murió el sábado en Manchester pero no se lo digáis a los niños... ni a aquellos adolescentes de los 70 cuya memoria proustiana aún se activa con la ingenuidad de los sueños perdidos delante del viejo autómata de chatarra. H JM NIETO Fe de ratas

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