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ABC MADRID 15-04-2016 página 3
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  • EdiciónABC, MADRID
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ABC VIERNES, 15 DE ABRIL DE 2016 abc. es opinion LA TERCERA 3 F U N DA D O E N 1 9 0 3 P O R D O N T O R C UAT O LU C A D E T E NA ACEITE DE SERPIENTE POR JUAN GÓMEZ- JURADO La botella milagrosa la única que les quedaba, rellena con una mezcla de barro y orines regresó al interior del carromato junto a la levita y la chistera. Y cuando, ya de noche, los aldeanos le dieron la espalda y volvieron a sus casas y a sus propias hambres, el joven y el viejo dieron un único salto al pescante del carro varado en la plaza, se sentaron juntos y agitaron las riendas, inmóviles, mirándose rromato. Emergió de él con la levita raída y la chistera desfondada, y se subió a la plataforma que el joven le había improvisado. Sostenía en la mano una botella transparente de color turbio, indefinido. -Aceite de serpiente pregonó ¡Vengan, vengan y acérquense todos a probar el tónico y linimento que alivia instantáneamente. Cura el dolor de cabeza, la neuralgia, el resfriado, la tos, los estornudos, el hipo, la gota, las paperas, la gonorrea y el sarampión! ¡Eficaz contra la tuberculosis, en dosis elevadas! Los aldeanos se congregaron alrededor del viejo buhonero, que pregonaba su mercancía con voz grave, recitando una lista cada vez más larga y cada vez más fantasiosa de enfermedades, sin duda, inventadas. Quién había oído hablar de la psoriagrís o de la huesitis, pensaron los aldeanos, mirándose entre ellos estupefactos. El viejo acabó arrojando su chistera al aire y descendiendo del precario escenario, interpelando a cada aldeano, mostrándole la botella muy cerca de los ojos con las uñas negras y mugrientas a la vista mientras repetía una y otra vez. -Aceite de serpiente. Los aldeanos apartaban la vista o le empujaban. -Haber curado a tu mula con ese aceite rosmó uno, entre dientes. l joven tomó el lugar del viejo y subió a su vez a la plataforma, contando a los alNIETO deanos cómo aquel frasco iba a cambiar sus vidas. Los aldeanos le miraron y le escucharon con oídos cansados y miradas desviadas, porque a ellos las palabras les llegaban distorsionadas, y en el discurso del joven solo escuchaban un hambre y una necesidad que eran muy parecidas a las suyas. Oían un cucharón gastado rascando el fondo de un puchero vacío, el aleteo de los zapatos rotos sobre un camino interminable y el ronco fuelle de la garganta polvorienta. No hay nada que odiemos más en otros que aquello que reconocemos en nosotros mismos pensó el muchacho, mientras recogía la plataforma. La botella milagrosa la única que les quedaba, rellena con una mezcla de barro y orines regresó al interior del carromato junto a la levita y la chistera. Y cuando, ya de noche, los aldeanos le dieron la espalda y volvieron a sus casas y a sus propias hambres, el joven y el viejo dieron un único salto al pescante del carro varado en la plaza, se sentaron juntos y agitaron las riendas, inmóviles, mirándose. JUAN GÓMEZ- JURADO ES ESCRITOR Y PERIODISTA L A madera crujió, chirriante, cuando el anciano se revolvió en la parte trasera del carromato. La luz tibia, suministrada a intervalos por los huecos en las tablas, se colaba en el reducido espacio, desvelando su mezquindad y poniendo punto final a la noche intranquila del viejo. Y cuál no lo era, claro. Buscó con el pie en la penumbra, tanteando con la punta del dedo gordo de forma casi cariñosa. A través del calcetín raído, el pelo fosco del muchacho le hizo cosquillas. Aquello le irritó y le produjo ternura a partes iguales. Contuvo un tanto su fuerza antes de pegarle el habitual puntapié que le servía de despertador. Apenas hablaron mientras el muchacho preparaba el desayuno. No había entre ellos muestras de especial cariño, ni siquiera las miradas de reconocimiento que acaban produciéndose entre quienes se ven obligados a viajar juntos. Su sociedad era fruto de la mera necesidad. El chico no podía cruzar aquellos parajes por sus propios medios sin un techo bajo el que cobijarse en las noches frías. El viejo, malgastada su fuerza y pasado su tiempo, no podía ya enjaezar la mula ni manejar el tiro sin su ayuda. Terminaron la cecina y el café claro más achicoria que grano y el viejo recogió mientras el muchacho tiraba del bocado de las mulas y las colocaba en la vara del carromato. Hacían falta dos para tirar de aquel vehículo viejo y gastado, pero la otra se había muerto, devorada minúsculo bocado a minúsculo bocado por las pulgas que había pillado al sur de la sierra. Así que el muchacho trotaba junto al carromato, a pleno sol, a pesar de que se había jurado a sí mismo y a quien quisiera escucharle que nunca sería siervo de otros. Pero eso había ocurrido cuando era aún más joven y más inocente, cuando las palabras eran gratis y el sendero una idea. Entonces se creía capaz de salvar valles de un paso y cordilleras de un brinco. Ahora tenía que apresurarse junto al pescante, soñando con saltar sobre las riendas, y empujar en las muchas cuestas. El anciano despreciaba secretamente al muchacho, pero se despreciaba aún más a sí mis- E mo por necesitarle. Por eso a veces sentía la necesidad de azuzar la mula y hacerle tragar polvo. Nunca cedía a aquellos impulsos, y se odiaba por ello. Era mediodía cuando murió la mula que les quedaba. El animal simplemente se detuvo en mitad del camino. El viejo la azuzó con la vara, el muchacho tiró del bocado, pero el animal no se movía. De pronto, hincó las rodillas en el suelo primero las de delante, luego las traseras como si fuera a dormir. Y finalmente se quedó quieta, con un rebuzno quedo, casi inaudible. Tuvieron que abandonarla junto al camino. Hubo que cortar las cinchas para poder soltarla y abandonar aquel peso muerto. Después el viejo, sin decir nada, se puso a empujar el carromato. Quedaba poco hasta el siguiente pueblo, el último pueblo antes del desierto. Pero incluso con la ayuda del joven, ambos llegaron extenuados y cansados, horas después, hasta dejar el carromato en mitad de la plaza. Caía la tarde cuando el viejo se metió al ca-

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