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ABC MADRID 02-01-2015 página 3
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ABC VIERNES, 2 DE ENERO DE 2015 abc. es opinion LA TERCERA 3 F U N DA D O E N 1 9 0 3 P O R D O N T O R C UAT O LU C A D E T E NA DOÑA MANOLITA, O LA JUSTICIA FRENTE A LA FORTUNA POR JAVIER MOSCOSO El deber de elegir entre el Gordo de Navidad o la imputación de una Infanta no es una buena disyuntiva. Ni lo uno ni lo otro son buenas noticias. En un caso, el juego de azar se reviste de justicia, y en el otro la justicia aparece rodeada de valores emocionales ajenos al efecto mismo que se debería perseguir. L día 22 de diciembre los españoles nos despertamos con dos noticias en principio inconexas. Por un lado, el llamado Gordo el premio de la Lotería Nacional, había llegado tarde. Por otro, el juez Castro había tomado la decisión de imputar por distintos delitos a la Infanta de España, Cristina de Borbón. Las redes sociales, que no carecen de sentido del humor, se apresuraron a escrutar la conexión entre ambas realidades. Los medios escritos, mucho menos proclives a las chanzas, aunque igualmente preocupados por la literalidad, tuvieron que escoger entre ambas cabeceras para sus portadas del día siguiente. Una decisión nada fácil, por cierto; pues aun cuando la fortuna se opone a la justicia como el azar a la necesidad, aun cuando la primera depende tan solo de la probabilidad y la segunda de la responsabilidad, nuestro país sigue interesado en sugerir que hay justicia en la fortuna y azar en la justicia. Introducida en España por los Borbones, los ministros de Carlos III utilizaron la lotería como parte de sus políticas de beneficencia. Más tarde serviría para proporcionar al Estado ingresos extraordinarios, utilizados para pagar los gastos de las guerras contra el francés, como antes, o para compensar el saqueo de las arcas públicas, como ahora. Para lo bueno y lo malo, la lotería ha acompañado a los españoles durante los últimos doscientos cincuenta años. Su introducción en la vida pública nos ha obligado a interiorizar, aun sin conocerlas, las nociones de equidad, ausencia de sesgo e independencia que garantizan que el bombo no está trucado, que las bolas no han sido manipuladas y que los resultados pasados no tienen efecto sobre los sorteos presentes o futuros. La domesticación del azar, la transformación de lo excepcional en un acontecimiento reglado, tampoco podría haberse llevado a cabo sin el concurso de uno de los sujetos propios de la beneficencia: los niños huérfanos o abandonados, la mano inocente que, todavía a día de hoy, sigue cantando los números que salen de un gran bombo del que sabemos, como del reloj de la Puerta del Sol, que se ajusta a los rigores de la objetividad y a las servidumbres de la ley. Dar las 12 campanadas y cantar el Gordo forman parte de la historia sonora de la cultura nacional hasta el punto de que sin esas voces y esos sonidos nuestro país no sería el mismo. El intento por regular los efectos del azar y sustituirlos por una forma más justa de retribución permea la historia política contemporánea, tanto en lo que respecta a la explicación de las catástrofes naturales como en relación a la distribución social de los recursos. En el primer caso, los terremotos forman parte de una lógica excepcional del daño que imputada, depende de circunstancias tan aleatorias como el juzgado que instruye el caso, la disposición del juez instructor, la posición del ministerio fiscal y, no menos importante, la prescripción o no de los delitos. Para colmo de males, los medios de comunicación repiten como un mantra que el sorteo de Navidad está siempre repartido. Es decir, que es una forma de redistribución de la riqueza. Por último, tanto la lotería como la justicia comparten un extraño régimen emocional. No es difícil observar hasta qué punto el sorteo de Navidad no solo viene condicionado por la necesidad o la codicia, sino por los celos y la envidia. Ante la perspectiva de que mis iguales se enriquezcan sin merecimiento, la participación en el sorteo parece el procedimiento profiláctico más avisado para sembrar de justicia en una tierra yerma de esperanza. La distribución social de la riqueza se sustituye por un ritual colectivo en donde la ambición por el enriquecimiento se construye sobre la participación colectiva de la envidia. Los premios están repartidos no solo porque la abuela compre décimos para los nietos, los jefes para sus empleados, las suegras a sus nueras y los filósofos a sus becarios, sino porque, desde la lógica del no vaya a ser que toque los compañeros de trabajo, los miembros del sindicato, los habitantes del pueblo, los clientes del bar y otras comunidades emocionales prefieren ceder al chantaje antes que soportar la desgracia de que la suerte acompañe a unos y no a otros. E M. NIETO no puede preverse y que, en consecuencia, tampoco puede desembocar en responsabilidad civil o penal alguna. No sucede lo mismo con los naufragios marítimos, los desastres aéreos o las crisis económicas. Puesto que la navegación o la economía ya no dependen de la fortuna, el naufragio (real o social) exige responsabilidades civiles y en ocasiones también penales. Más importante todavía, nuestras sociedades contemporáneas se levantan sobre la promesa colectiva de que el Estado será capaz de corregir las desigualdades de sus ciudadanos, haciendo primar la capacidad y el mérito sobre el azar y la fortuna. Cuando se observa desde la lógica de la teoría política, tanto la catástrofe natural, que mata aleatoriamente a unos y no a otros, como el desastre económico, cuyas víctimas también se cuentan por millares, enfrenta a los ciudadanos con la idea del merecimiento antes que de la justa retribución. Los unos, por completo inocentes, tienen lo que no merecen, mientras que los otros, supuestos culpables, no tienen lo que deberían. Perdida toda esperanza en una justa distribución del daño, es decir, perdida toda esperanza en la justicia como norma ética de regulación del Estado, la lotería aparece como una magnífica opción para hacer justicia por otros medios. Más aun, mientras la administración de lotería se rodea de los fundamentos de objetividad, la administración de justicia se percibe como epítome de la fortuna, donde el destino del procesado, o de la U na lógica similar opera, para desgracia de todos, en la respuesta social ante la administración de la Justicia. Por supuesto que ni la indignación hacia los hechos ni la conmiseración hacia las víctimas ni el deseo de encausar a los culpables parecen resultado del azar. Y, sin embargo, el castigo sobrevenido en los medios de comunicación a algunos de nuestros imputados más célebres parece obedecer a la triste lógica del odio hacia quien se ha enriquecido sin merecerlo. Las imágenes de Bárcenas en la cárcel, la publicidad sobre la dieta navideña de Isabel Pantoja o las circunstancias que rodean el encarcelamiento de Jaume Matas, no forman parte de la sed de justicia, sino de la sed de venganza, de la forma atribulada en la que el común de los ciudadanos, encumbrado por los medios, da rienda suelta a su resentimiento. El deber de elegir entre el Gordo de Navidad o la imputación de una Infanta no es una buena disyuntiva. Ni lo uno ni lo otro son buenas noticias. En un caso, el juego de azar se reviste de justicia, y en el otro, la justicia aparece rodeada de valores emocionales ajenos al efecto mismo que se debería perseguir. Puesto que el fin del castigo, decía Cesare Beccaria, ya no puede ser la venganza sino tan solo la educación, el castigo debe ser proporcional a la pena y, más importante aún, a la sensibilidad social de los testigos. JAVIER MOSCOSO ES PROFESOR DE INVESTIGACIÓN DEL CSIC

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