ABC MADRID 28-06-2014 página 15
- EdiciónABC, MADRID
- Página15
- Fecha de publicación28/06/2014
- ID0006348226
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ABC SÁBADO, 28 DE JUNIO DE 2014 abc. es opinion OPINIÓN 15 UNA RAYA EN EL AGUA EL ÁNGULO OSCURO JUAN MANUEL DE PRADA LA NIÑA MATUTE Creo que Ana María Matute siempre escribía al conjuro de una infancia que le había sido arrebatada A recuerdo con la melena de plata un poco desmadejada y la voz ronca, resacosa de la vida, con una sonrisa extensa como una mañana de domingo, hablándome de la niña que vivía dentro de ella. La recuerdo cándida y pícara, grácil y tullida, anciana y sin embargo gestándose todavía, como si en cualquier momento fuese a abandonar el encierro en el que yacía postrada, como la mariposa abandona la crisálida, para ponerse a retozar por fuertes y fronteras, en busca de algún príncipe de cuento de hadas; o mejor, en busca de algún dragón furibundo, porque la niña que Ana María Matute llevaba escondida en las entretelas era impávida y corajuda, dispuesta a empaparse en la sangre de los monstruos de leyenda, como en un baño lustral. La conocí allá en los albores de mi carrera literaria, que eran los renacidos ardores de la suya, cuando al fin se decidió a entregar a las imprentas Olvidado rey Gudú, aquella novela de casi mil páginas que había arrastrado en carrito por medio mundo, entre lágrimas y zozobras, pensando que nunca llegaría a publicarla. Pero Ana María Matute logró salir de aquel laberinto de desolaciones que a punto estuvo de tragársela y pudo disfrutar, ya en la vejez, de una segunda primavera de la vida, aunque fuera sostenida por muletas, como una cigüeña con las patas quebradas, y luego en silla de ruedas, como una princesa en litera. Fui a entrevistarla un par de L veces para ABC, allá en su piso cercano al parque Güell, donde acabábamos ambos borrachos de palabras, después de habernos emborrachado previamente de whisky en algún restaurante próximo, donde Ana María me invitaba a comer, para alargar después la sobremesa hasta quedarse afónica. Me gustaba su voz mitad niña y mitad macho, voz como de una Marlene Dietrich más jocunda y juguetona, que soltaba gallos a cada poco, millonaria de risotadas, manirrota de nostalgias, pródiga de recuerdos aventados como vilanos que se alzan hasta besar el sol y luego descienden, a lomos del viento, deseosos de posarse en los confines del atlas, allá donde solo existen los países imaginarios. Ana María Matute había vivido los veranos de su infancia en un pueblo que luego sería anegado por las aguas de un pantano; y muchos años después había tenido ocasión de pasear otra vez sus calles desiertas, como en un sueño, y de reconocer las casas en las que cuarenta o cincuenta años antes habían vivido sus amigas, de las que ya habían desertado las risas infantiles para llenarse de un viento tétrico que arañaba el alma y hacía castañetear los dientes de las calaveras. Creo que Ana María Matute siempre escribía no importa que sus obras estuviesen ambientadas en una posguerra magullada de hambre y virada al sepia o en el opíparo país de las hadas, rutilante como un carbunclo al conjuro de una infancia que le había sido arrebatada por una avalancha de agua negra y desmemoriada, una infancia que sobrevivía refugiada en sus huesos de cristal, como en un nido de poliomielitis, esperando el momento propicio para echar a volar. Y todas sus novelas, hormigueantes de niños terribles y hambrientos (pero sin la morbosidad ni el artificio de Cocteau) o pululantes de criaturas feéricas y legendarias, no eran sino el grito de una niña cautiva en las mazmorras de la vejez que reclama hasta desgañitarse su liberación. Sospecho que la literatura fue para Ana María Matute, como el pajarillo que visita al prisionero del romance, el alivio que halló su corazón y la razón para seguir latiendo, mientras se cumplía el plazo de la condena. Ya se cumplió ese plazo. Ya la niña Matute abandonó la crisálida, como una mariposa intrépida, ebria de luz, que trepa a los astros. IGNACIO CAMACHO LOS CAÑONES DE AGOSTO Una espiral de arrogancia enajenada llevó al desastre a un mundo que poco antes bailaba al compás de su autosatisfacción E JM NIETO Fe de ratas N 1962, durante la crisis de los misiles de Cuba, acababa de aparecer el libro Los cañones de agosto de Barbara Tuchman, y el presidente Kennedy lo estaba leyendo. El mismo JFK admitió hasta qué punto esa lectura incidió en su empeño de evitar un choque suicida entre bloques: se trata de la historia reconstruida de los meses previos al estallido de la Primera Gran Guerra, la espiral de arrogancia y enajenación que condujo al desastre a un mundo que poco antes bailaba al feliz compás de su autosatisfacción burguesa. La alegre inconsciencia de las sociedades europeas entregadas al místico fervor nacionalista. La incompetente élite de políticos y diplomáticos. El escalofriante aturdimiento con que los jóvenes se alistaban en una suerte de competición de heroísmo galante. Hay fotos de esos momentos de agitación que revelan la atmósfera irresponsable de un período dramático. Todo el esplendor de la belle époque, su euforia de progreso, su gozoso optimismo, se desplomó en pocas semanas durante aquel verano de locura. Cuando empezaron a tronar los cañones que redujeron la prosperidad de Europa a un montón de escombros. La guerra del 14, cuyo comienzo oficial se fija hace cien años en el atentado serbio contra el archiduque austrohúngaro, carece en la mentalidad actual de la fuerza mítica de la del 39. Se explica poco y mal en las escuelas, es liosa en su desarrollo, compleja en la definición de sus contendientes y bandos, y a diferencia de la Segunda donde la barbarie nazi y el Holocausto simplifican las cosas no tiene un malo claro, un culpable unívoco. Es difícil comprender del todo la transversal ola de estupidez y ferocidad que devastó de golpe un mundo tan encantado de sí mismo. Las causas y los efectos de aquel delirio de inmolación sólo se entienden desde la percepción moral de una crisis latente encubierta bajo la música apacible del desarrollo, quebrada de golpe por el estruendo de una imprevista explosión de desconfianza. Algo así, sin trincheras ni descargas de artillería, es lo que ha sucedido en la recesión que comenzó en 2008. Sociedades que se sentían invulnerables en su bienestar perpetuo cayeron de repente en un abismo de fragilidad inesperada. Ya no hacen falta cañonazos para triturar los cimientos de una cultura; basta la sensación jabonosa de la inconsistencia, la constatación de una ruina destructora, el sentimiento perplejo de pérdida de las certezas. Los últimos años de la bonanza occidental se parecen demasiado en su inconsciente embriaguez a aquellos meses que precedieron a la catástrofe de hace un siglo. Liderazgos débiles, valores quebradizos, una autoconfianza ficticia desbaratada en plazo breve por el miedo. Ahora no suenan los cañones sino un crujir de estructuras sociales y políticas que amenazan desplome. También nuestros ingenuos antepasados creyeron en el verano del 14 que sería un conflicto corto.