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ABC MADRID 23-08-2013 página 13
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  • EdiciónABC, MADRID
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ABC VIERNES, 23 DE AGOSTO DE 2013 abc. es opinion OPINIÓN 13 MONTECASSINO UNA RAYA EN EL AGUA HERMANN MAREAS DE ODIO Las caras de odio de quienes querían expulsar del hospital a una mujer en gravísimo estado han hecho añicos una confianza básica U N grupo de unos cien trabajadores de la sanidad del Hospital de La Paz se manifestaron ayer en contra de la presencia en este centro de Cristina Cifuentes, delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid, gravemente herida en un accidente de motocicleta dos días antes. Los cien batas blancas exigían a gritos que Cifuentes fuera trasladada a un centro hospitalario privado por su supuesta hostilidad a la sanidad pública. Si a Cristina Cifuentes la hubieran llevado a un centro privado habrían salido con seguridad a poner el grito en el cielo estos mismos u otros sindicalistas que no estuvieran demasiado ocupados en malversar fondos. Y habrían dicho que no acudía a la pública porque la sabía degradada por los recortes del PP Da igual recordar que Cifuentes como su partido no están contra la sanidad pública sino por la privatización de su gestión para garantizar su viabilidad. Da igual reiterar que la gestión privada que se lleva a cabo en Madrid se hizo en hospitales de Andalucía y Cataluña, y que ni socialistas ni sindicalistas se irritaron mucho. Es inútil recordar que Cifuentes paga la sanidad pública como todos los que trabajan en España y tiene pleno derecho a ella. Más que algunos agitadores, que claman por la pública, pero no pagan impuestos en España y paren en las clínicas privadas más caras en California o Madrid. Tiene derecho a esa sanidad pública Cifuen- tes y es plena defensora de la misma como siempre, en todas sus afirmaciones, ha subrayado. Más que muchos hipócritas que salen de marea blanca cuando pueden compatibilizarlo con su rentabilísimo baile entre pública y privada, mañana y tarde, y cómodas sinergías resultantes. Pero las mareas blancas y de colores varios, para intentar sabotear las reformas necesarias de un Gobierno electo, no funcionan como esperaban sus agitadores, cada vez más frustrados y fanatizados. Eso produce odio, especialmente en sectores en los que los diez años de revanchismo de Zapatero han dejado renovado el rencor histórico sectario. Un rencor que durante más de un cuarto de siglo creímos superado para siempre. Quizás la aportación más trascendente de Zapatero a la historia de España, más allá de la ruina y la traición, haya sido su exitosa dinamitación de la reconciliación nacional. En todo caso, en la izquierda. En España se han roto diversos muros de contención que son necesarios para la convivencia civilizada en un país desarrollado. El de la vergüenza se rompió hace tiempo. Ahora se rompe el del odio organizado. La izquierda, impotente ante los nuevos retos económicos y sociales, vuelve a sus peores orígenes. Los socialistas, que jamás hicieron oposición seria a Franco, se la hacen ahora. El enemigo es Franco, es el PP y es el mal absoluto. Esos jóvenes, adoctrinados con los mensajes del odio de los tomasgómez políticos y los televisivos guayomines o evahaches, ya no ven compatriotas en el PP. Ni siquiera semejantes. Ven enemigos. Por eso se alegran del accidente de Cifuentes y de cualquier desgracia del enemigo. La realidad de la reforma de la sanidad no les interesa. Pero es allí donde movilizan el miedo total, por la supervivencia frente al enemigo. Que los quiere matar. Quitándoles su mayor bien, la sanidad pública, es decir, la vida. Es una mentira perfecta y eficaz. Es lo más cercano a una guerra civil que son capaces de organizar. Es política con la muerte física presente. Dicen que todo el personal médico de La Paz cumple con su deber. Las caras de odio de quienes querían expulsar ayer del hospital a una mujer en gravísimo estado han hecho añicos una confianza básica. Irreparable si tan deplorable acto quedara impune. IGNACIO CAMACHO LA UTOPÍA DE LA SEGURIDAD En un mundo perfecto no habría accidentes porque una tecnología providencialista volvería irrelevante la negligencia o el error E JM NIETO Fe de ratas N un mundo perfecto los trenes no descarrilarían y los aviones tampoco sufrirían accidentes. El azar o la mala suerte representarían inverosímiles contingencias descartadas en un transporte público blindado a toda clase de eventualidades. No habría lugar al factor aleatorio de la catástrofe porque todo estaría previsto en mecanismos de anticipación tecnológica que volverían irrelevante la negligencia, la distracción o la simple incompetencia: en suma, la capacidad humana de equivocarse. Esa utopía de la seguridad es la que parece latir en el auto del juez Aláez, cuyo fondo providencialista conecta con el pensamiento de una significativa parte de la opinión pública española. El Alvia de Santiago no tenía que haber descarrilado porque en su diseño, planteamiento, dotación material y ejecución técnica sus responsables debían haber anulado cualquier posibilidad de error humano mediante un ejercicio absoluto de previsibilidad. Según ese razonamiento, que considera presunto delito la falta de un equipamiento máximo capaz de intervenir en caso de fallo humano, todas las líneas de ferrocarril españolas habrían de poseer los máximos estándares de tecnología independientemente de su categoría o precio. Y los conductores o maquinistas trabajarían en ellos con plena conciencia de que un sistema omnisciente e hiperprotector corregiría de inmediato cualquier desaplicación o desatención de sus responsabilidades. En la vida real, sin embargo, las personas sabemos que los despistes son fatales. Si sueltas el volante o hablas por teléfono mientras conduces es muy probable que tengas un accidente, y no cabe culpar a la señalización de la ruta o al fabricante del coche. Por eso, entre otras cosas, te multan si lo haces: se llama conducción negligente. Los empleados que manejan maquinaria sensible se rigen por protocolos de seguridad que exigen máxima concentración bajo falta grave. Y sí, existe tecnología capaz de prever y anticipar relativamente ciertos errores humanos, pero su disponibilidad depende de muchos factores, entre los que el presupuesto, el coste y la oportunidad no resultan en absoluto desdeñables. En esa línea maldita, justo en esa, no existían los estándares máximos. Por eso el maquinista sabía que tenía que frenar en la curva de Angrois. (En la misma lógica cabría preguntarse por qué estaba allí esa curva, y no una recta) Lo consignaba su hoja de ruta, lo advertían las señales de la vía y el sentido común, y lo anotaba su propia experiencia contrastada. No lo hizo. Pero el magistrado Aláez cree que, además de su evidente y confesa culpa, hay otra remota que consiste en la ausencia de un mecanismo infalible que descuente y prevea las distracciones del piloto. Y aunque no sabe exactamente de quién es esa responsabilidad abstracta, solicita el detalle de la cadena de decisiones que hacen que un tren sea precisamente un tren y no otro. Un tren limitado y no un tren perfecto. Un tren tan inadecuado que se estrella si lo empotras en una curva al doble de la velocidad permitida. Un tren tan viejo, tan inaceptable, que no puede aviárselas sin conductor.

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