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ABC MADRID 29-06-2013 página 14
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  • EdiciónABC, MADRID
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14 OPINIÓN LLUVIA ÁCIDA PUEBLA SÁBADO, 29 DE JUNIO DE 2013 abc. es opinion ABC DAVID GISTAU UNA LUZ DORADA El encarcelamiento del tesorero y las apetencias de venganza que todos le suponemos van a precipitar un desenlace A la impresión de que Bárcenas posee un maletín como el de Pulp Fiction Aquel cuyo contenido jamás era revelado al espectador, pero que proyectaba una luz dorada al ser abierto y hacía que los hombres mataran por obtenerlo. Antes de su ingreso en prisión, flanqueado por peinetas como ínfimas alabardas del camino al cadalso, Bárcenas estableció una nueva jerarquía de nuestro oficio basada en qué periodistas merecían ser convocados para que les fuera mostrado el contenido del maletín. Raúl del Pozo, gran cronista de lo subterráneo, al que siempre imagino apostado en la Via Veneto como un cazador de historias de Fellini, ha sacado de todo ello un magnífico serial. Los que vieron el maletín regresaron cambiados, y ahora musitan profecías apocalípticas, como si hubieran descubierto que el partido de gobierno entero está reducido a una colección de muñecos vudú a los que Bárcenas puede ensartar agujas a voluntad hasta destruir, no ya lo que el PP es y podría llegar a ser, sino incluso lo que fue. Incluso su memoria de la gloria y la honradez. El maletín de Tarantino era un mcguffin Es decir, un truco para mover la trama detrás del cual no hay nada. En el cine y la novela negra, abundan estas imprecisiones argumentales, como la estatuilla del Halcón Maltés, de la que sólo es posible saber que, debajo del barniz, aparece el material con el que están hechos los sueños. El encarcelamiento del tesorero y las apetencias de venganza que todos le suponemos van a precipitar un desenlace. Por fin, quienes no manejamos información confidencial podremos averiguar si los papeles de Bárcenas sirven para derribar gobiernos y voltear épocas. O si tan sólo fueron un mcguffin un recurso para agitar un argumento que mantuvo al PP demasiado desquiciado. Para Bárcenas, éste es el momento, o de sacar los papeles por despecho y atascar el tráfico de secretos hacia las redacciones a eso se llama luego periodismo de investigación o de dejar de dar el coñazo y aprender a cortar el ajo con la cuchilla de una Gillette como hacían los presidiarios de larga condena de los Lucchese. Mientras eso ocurre, y aunque finja indiferencia, el Gobierno no logra despojarse de una impresión desagradable: la de ser el rehén que tomó un atracador para negociar condiciones con la policía. Moncloa se ha esforzado por constituirse en compartimento estanco para que todas las tensiones recaigan sobre Génova, y salvar así la gobernabilidad. Pero, mientras sea posible especular, mientras Bárcenas disponga de su mcguffin nadie será ajeno a una incertidumbre que, por añadidura, afecta también al futuro del país. D VIDAS EJEMPLARES LUIS VENTOSO PIPAS Y PETA ZETA La explosión de la burbuja de los fogones finales de los 90, Madrid era una ciudad extraordinaria, y lo sigue siendo. Seamos francos: es la única urbe española que posee el nervio, las anchuras y el punto de locura espídica que distingue a las grandes capitales del planeta. Barcelona pudo jugar en esa liga. Tiene todos los ases. Pero el ombliguismo nacionalista le ha colocado plomo en las alas. Barcelona es una postal muy seductora... que cada vez huele más a provincia ensimismada y menos a metrópoli. Hoy Madrid resulta mucho más grata al peatón que a finales del siglo XX, pues ha sido bruñida por el pastizal de los años de bonanza: los despilfarros impagados de Gallardón y el aguinaldo loco del Plan E de Zapatero. A cambio, ha perdido un puntito de reprise. A finales de los noventa, torrentes de dinero de plástico, que en realidad no teníamos, engrasaban las arterias de la ciudad. Todos nos volvimos un poco tarumbas y abrazamos vidas quiméricas. La burbuja inmobiliaria y la financiera son bien conocidas y anatematizadas. Pero hubo otra muy llamativa que también ha hecho plof: la burbuja de los fogones. En 1998, cuando todos parecíamos sobrinos de Warren Buffett, un profesional en el arranque de la treintena, que acababa de aterrizar en un buen empleo, quiso agasajar a una amiga en un restaurante de moda. El elegido fue un local Michelín de la Castellana, por entonces omnipresente en las críticas sibaritas y en las recomendaciones de esas A revistas couché que distraen de las turbulencias en los aviones. El restaurante emanaba una quietud de querencia budista, con sus amplios espacios albos, sus estores nipones y su mobiliario modernamente ascético. La maître y los camareros vestían como jerarcas de la corte de Mao, en riguroso luto. La sofisticación era tal, que el paganini hollaba aquel templo con cierta prevención, temeroso de no alcanzar el listón de clase y gran mundo que parecía demandar tan selecto espacio. Empezó la comida. Las almejas de Carril resultaron no ser más de cuatro o cinco. Eso sí, navegaban extraviadas en un plato inmenso, hermoseadas por unos chorretones de salsa expandidos a lo Tàpies, fruto sin duda de horas de meditación del chef sobre el sentido de la almeja contemporánea y de un arduo trabajo de emplatado en su cocina a lo laboratorio de la NASA. Luego vinieron los segundos, de tanto diseño como magra chicha. De postre, la casa homenajeó a los comensales con unas chuches montadas en una curiosa bandejita, que venían siendo peta zeta y pipas, como las que zampábamos de críos en el cole, pero presentadas con el preceptivo donaire pop. Para beber, una botella de blanco. Cuando llegó la receta, la víctima hubo de imbuirse de toda la serenidad zen del entorno para no transmitir emociones que denotasen su pasmo: ¡Facazo de 27.000 pesetas! Sonrisa impostada de tío de posibles y ay ¡hasta propina! Víctima del llamado mal de Messi al afamado cocinero de aquel templo le acaba de chapar un local el fisco por un pufo de 300.000 euros. El maestro se desmarca con un quejido patriótico: ¡Así me pagan todos mis años de servicio en representación de mi país! Algún malvado anónimo disfruta con los placeres viles de la venganza remota, evocando aquella tarde en la que se apuró en una taberna un bocata de lomo con pimientos, a las tres horas de abonar 27.000 pesetas por una comida que lo dejó flojo. Hay comederos en Madrid donde todavía te cobran 18 euros por un plato que llaman guisantes de lágrima denominación tal vez alusiva a los padecimientos del comensal cuando saca la Visa. Su futuro parece menguante.

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