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ABC MADRID 09-04-2008 página 3
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ABC MADRID 09-04-2008 página 3

  • EdiciónABC, MADRID
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ABC MIÉRCOLES 9 s 4 s 2008 OPINIÓN 3 LA TERCERA DERRUMBE DE ESTATUAS La cosa pública española nos muestra hoy cómo hay quien llora, pero no se mueve, cómo hay quien enseña las manos, quien da explicaciones, miente y coquetea con tal de quedarse o de volver, cómo hay quien mantiene sus planes y consultas ilegales incluso después de que la mayoría haya comenzado a retirarle su confianza. Si no en su vanidad ni en su despótico arribismo, en esto, al menos, el ayer todopoderoso Godoy sí despierta cierta simpatía... ODOS hemos visto alguna vez el retrato que le hizo Goya en 1801 con motivo de la victoria del ejército español en una campaña fulminante, insignificante y grotesca contra Portugal: Godoy, reclinado contra una roca que le sirve de asiento, impoluto y satisfecho, como si la putrefacción de la guerra no pudiera rozarle, mira los estandartes portugueses capturados y sostiene en la mano un documento que parece ser una nota de capitulación. A Larra siempre le fascinó la biografía de este hombre globo que, tras su apoteósico triunfo palaciego y después de manejar a su arbitrio y placer los hilos del reino, cayó atrapado en la espesa maraña que había logrado manejar desde 1792: Godoy siendo apeado del poder, arrojado de su propio palacio, desnudado de títulos y quimeras, perseguido y acorralado por la intriga de sus enemigos y la fuerza de la opinión manipulada, expulsado a los márgenes del río Sena y de la historia. No hace muchos días- -el pasado 17 de marzo- -se cumplió el segundo centenario del motín que produjo, en Aranjuez, su caída y posterior exilio. Las escenas son bien conocidas: varias voces nocturnas que dirigen y hablan desde la calle con el Príncipe de Asturias, un caos de mueras y gritos contra el favorito, la puerta del palacio del Príncipe de la Paz que cede al ruido y la furia de los amotinados, el asalto y el saqueo que, con el ejército como observador, dura hasta bien avanzada la madrugada. No dejaron nada- -nos dice un testigo de los hechos- arañas, espejos, cristales, relojes, adornos, camas, mesas, persianas... Cuando treinta y siete horas después, con el aire ausente y hundido, el ministro de ayer sale por fin del improvisado refugio donde se ha ocultado de la ira y la saña del vulgo, su destino, como el de los Reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, como el de aquella España del despotismo ilustrado que soñaran Jovellanos y Moratín, ya está sellado. as imágenes que los cronistas nos han dejado del apresamiento de Godoy- -el jefe del ejército de mar y tierra, el árbitro del Gobierno, el opulento príncipe y prócer, el amigo íntimo de los monarcas, el dispensador de gracias, el duque de Alcudia y Príncipe de la Paz- -desazonan y estremecen, pero el cuadro de la destrucción del poderoso que ofrecen no tiene ninguna novedad: Le hirieron en una ceja de una piedra y en un muslo de una puñalada y una pedrada en el pecho... Le dieron dos latigazos, cayó en tierra, entró en un pajar y se tiró sobre la paja, en donde dejó mucha sangre La historia, en este caso, es cíclica y retorna siempre: reyes, tiranos, ministros o libertadores, ofrecidos a la infamia o al heroísmo gratuito T y colectivo de la indignación general, espadas y hogueras y puños, palacios llenos de sangre y de perseguidores, sombras aplastadas por la furia que intenta borrar un rastro, marcar distancia, dar pruebas de una hostilidad hacia el poderoso y sus colaboradores que no se mostró cuando ellos mandaban. ay situaciones que parecen renovarse intactas en el transcurso de los siglos. Y gestos que duplican, como un espejo distorsionado por el color, los gestos del pasado: Husein en la soga y Milosevic ante los tribunales, el último presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana, Erich Honecker, pálido y moribundo en una prisión y Mussolini rodeado por los perseguidores que lo arrastran entre condenas y asesinan salvajemente, el archiduque Maximiliano de Habsburgo frente al pelotón de fusilamiento mexicano que habría de pulverizar el fatal espejismo de un imperio americano y Simón Bolívar en su peregrinaje vergonzante y penoso por un país que ni le quiere ni piensa que le haya servido en cosa que valga la pena, Esquilache en su retiro italiano, con el único consuelo de Edipo, que pudo abandonar el suelo que lo odiaba, y el duque de Lerma quejándose al rey de que le tratan como a un delincuente, desterrado, deshonrado, embestido por el odio popular y con sus enemigos juzgando su causa... son avatares de un argumento central idéntico. Todos ellos son caras cambiantes de una realidad que, con las variantes de la tragedia y de la farsa, la maldad o el idealismo, repiten el mismo relato sin salida que ya hemos leído en la Antigüedad, de labios, por ejemplo, de Nerón, o en la Edad Media, en el rostro melancólico de Al- Mutamid de Sevilla. Así, las exclamaciones sobre la ceguera de la fortuna del sádico y monstruoso emperador romano, que escucha aterrado el galope de caballos de rápidos pies y los pasos de hierro que hacen temblar los peldaños, resuenan en los versos del culto, refinado, ambicioso y sanguinario rey musulmán, quien abandonado por sus súbditos, encarcelado en Agmat, con el anhelo de volver a su amada Al- Andalus, escribe: Troqué la grandeza bajo sombras de estandartes por la bajeza del hierro y pesados grilletes. Antes, mis hierros fueron lanzas afiladas, esbeltas espadas acicaladas. Ahora, se han fundido en cadenas negras que roen mis piernas como leones Todo lo del mundo es sueño, dice Marco Aurelio. También el poder, que aísla, discrimina y condena, y que más a menudo de lo que imaginamos oculta, detrás de su desmesura, su propia impotencia, su próximo derrumbe. He ahí al conde duque de Olivares, el hombre a quien los aduladores presentaron en los días de su grandeza como el titán Atlas, sosteniendo sobre sus espal- H das la estructura colosal de la monarquía, que lamentaría en su ostracismo final, sin honra, infamado de todo el mundo la inconstancia de las cosas y la ingratitud de quienes le acusaban para ganarse el favor de los perseguidores, para ganar la impunidad, o al menos, el olvido de su pasado servilismo. Los poderosos de la historia tienen esto en común: exigen que los artistas prolonguen su gloria sobre los vivos y que los escultores les levanten estatuas. Su caída personal viene acompañada por la soledad más absoluta y el derribo de los ídolos, inaccesibles y omnipresentes, en los que quisieron convertirse. No hay monumento que retrate con más dramática elocuencia la fragilidad de las vanidades del poder que una estatua en ruinas. Las recientes imágenes de Irán, que en sus elecciones de marzo ha vuelto a consagrar la camisa de fuerza de los ayatolás y su militancia agresiva sobre el país, me recuerdan el sueño occidental, de crear una segunda Norteamérica en una generación imaginado por el Sha, déspota que durante sus últimos años de gobierno se hacía construir cada vez más monumentos: en las plazas, en las calles, en las estaciones, al borde de los caminos... Como a Maximiliano en tierras mexicanas, al Sha le perdió la vanidad y el desconocimiento del país que quiso transformar. Como Nerón, el Sha lloró mientras abandonaba Teherán. o más difícil, dice Kavafis, es imaginarse otra vida viviendo en palacio. Se trata de un problema de honor. De Gaulle: hombre de honor. Perdió el referéndum, ordenó su mesa, abandonó palacio y nunca más volvió a él. Pero ¿cuántos hay como él? La cosa pública española nos muestra hoy cómo hay quien llora, pero no se mueve, cómo hay quien enseña las manos, quien da explicaciones, miente y coquetea con tal de quedarse o de volver, cómo hay quien mantiene sus planes y consultas ilegales incluso después de que la mayoría haya comenzado a retirarle su confianza. Si no en su vanidad ni en su despótico arribismo, en esto, al menos, el ayer todopoderoso Godoy sí despierta cierta simpatía. Liberado de su prisión en el cuartelillo de guardias de corps de Aranjuez, por fin lejos de sus enemigos, ya a salvo en el destierro, se comportó como un actor que, caído el telón, cambia de vestiduras y hace mutis: desaparece durante cuarenta y tres años, y lo hace con el modesto traje y el humilde sombrero con que en 1836 publicaría sus memorias, no ya para rescatar las perdidas grandezas sino para hacerse simplemente escuchar desde el silencio humillado de París. L L FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto

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