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ABC MADRID 28-08-2006 página 3
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ABC LUNES 28 8 2006 Opinión 3 LA TERCERA DE ABC Relatos de dos ciudades (I) DEL SECTARISMO A LA REFLEXIÓN Las leyendas que los políticos fabrican con el tiempo pretérito no enseñan tanto de la historia del pasado que fabulan como del presente que construyen... A aquel dios que dispuso que en el dolor se hiciesen los mortales señores de la sabiduría La Orestiada A Memoria Histórica no existe. Basta con preguntárselo a un médico: los sujetos colectivos carecen de memoria que es una facultad individual. Es inevitable además que esos recuerdos personales estén limitados por un espacio reducido, un entorno personal, cultural e ideológico, determinado y resulten distorsionados por el prisma de experiencias posteriores. Normalmente, estaríamos ante anécdotas, más o menos fiables, más o menos generalizables: una fuente histórica más, en suma. Por eso, con recuerdos personales raramente se construye una descripción histórica significativa. Sin embargo, casi todas las sociedades políticas han acuñado su leyenda histórica: relatos del pasado que dan legitimidad y sentido al presente. Con frecuencia, sirven además de mapa en la derrota de cada periplo histórico. Es habitual, pues, que los guiones políticos de cada nueva etapa se hayan escrito con un ojo puesto en algún momento pasado y constituyan, por tanto, una fe de erratas de tiempos pretéritos- -un hecho fácilmente detectable haciendo una lectura retrospectiva de nuestras cartas magnas- Su valor hermenéutico para ese pasado que se pretende emular o corregir es raquítico. Contienen, sin embargo, claves interpretativas de peso para comprender mejor la configuración del presente. O dicho de manera contundente: las leyendas que los políticos fabrican con el tiempo pretérito no enseñan tanto de la historia del pasado que fabulan como del presente que construyen. L ermítaseme- -aunque sólo sea para enhebrar el argumento- -que, en lugar de 1936, escojamos la guillotina seca de 1923 como el primer eslabón en la cadena de disparates catastróficos. Se me antoja ilustrativa la diferente reacción de dos generaciones ante el golpe de mano que segó el régimen constitucional de 1876. Reveladora porque ayuda a entender el pacto de la Restauración (1874- 1923) medio siglo atrás, y el desencuentro y confrontación de la II República. La generación de la Restauración, que había nacido en la época isabelina y crecido entre constituciones impuestas a golpe de pronunciamiento para uso exclusivo de un partido (Sagasta) interpretó la ruptura violenta del pacto constitucional como un salto en las tinieblas. Para los viejos políticos restauradores, lo sucedido significaba el total derrumbamiento de la labor seguida para separar al Ejército de la política. Según Maura, se había dado un maldecido paso hacia atrás porque, tanto la Restauración (de Alfonso XII) como la Regencia (de Doña Cristina) trabajaron con éxito para suprimir de nuestro léxico la palabra pronunciamiento, que nos deshonraba ante todas las naciones civilizadas. De forma no muy distinta a sus coetáneos franceses, escarmentados tras la Commune (1871) la generación de la Restauración había salido vacunada del sexenio revolucionario (1868- 1874) y sobrevivió convencida de que las estrategias radicales conducían del abismo de la anarquía, a los brazos de la reacción (Sagasta) Escaldada también de asonadas militares que terminaban P ofreciéndose como bomberos de la contrarrevolución (Moret) que su propia indisciplina había desencadenado antes, consideraron que el golpe de Primo de Rivera era un maldecido paso atrás. Pensaban como Castelar- -porque con él lo habían vivido- -que el descrédito del Parlamento sólo servía al cesarismo para exigir la dictadura, después de haber derrocado la tribuna o con turbas de demagogos o de pretorianos. Por eso, consideraron que el golpe ha (bía) sido funesto, abrigando enormes temores sobre sus consecuencias. Predijeron un futuro tenebroso: igual que la Reina Cristina, los viejos políticos creían que la estocada a la Constitución produciría el destronamiento de Alfonso XIII, el cual terminó por reconocer con sarcasmo que el general Primo de Rivera, efectivamente, había traído buenas carreteras y la República. En suma- -le vaticinó Maura en 1925 a su hijo Miguel, futuro ministro republicano de Gobernación- -el pronunciamiento produciría el fin de la Monarquía; una República; luego el caos; y después, claro, los militares. Más que con una bola de cristal, el viejo Maura andaba a vueltas con un razonamiento basado en las amargas experiencias sufridas por su generación. Santiago Alba expresó temprano (1898) el sentir general de aquellos políticos, advirtiendo que, de producirse una ruptura violenta del orden constitucional, la anarquía y el carlismo recogerían el fruto. La idea central de los restauradores era, pues, que el pronunciamiento de 1923 quebraba el acuerdo constitucional de alternancia que había eliminado el pretexto para que los partidos dirimieran sus pleitos políticos en las cuadras de los cuarteles, fiando la resolución de los problemas políticos al triste recurso de la fuerza (Cánovas) Así pues, para los viejos políticos, el liberalismo parlamentario del que venían disfrutando- -y también abusando- -pacíficamente desde hacía medio siglo era fruto del acuerdo entre las dos ciudades y piedra angular en la construcción la ciudadanía democrática del futuro a la que aspiraban en mayor medida que temían. a generación de la II República también consideró, por lo general, que el pronunciamiento de 1923 era un insulto a la inteligencia (Azaña) Pero llegaba a una explicación del golpe opuesta, derivada de una lectura, muy distinta de la de sus predecesores liberales, del azaroso pasado del liberalismo español. Al revés que los políticos restauradores, que pensaban que la causa de todas nuestras desdichas era consecuencia de la política de excluir y aniquilar a la oposición, al punto que, cada vez que (un partido) podía más que el otro, le fusilaba, le vencía y ocupaba el poder (Cánovas) los republicanos del 31 creían precisamente lo contrario: que sobre todo habían fracasado (Azaña) los pactos. Pasaron de considerar que el turno entre los viejos partidos era vicioso a concluir que la forma de terminar con los vicios era acabar con el turno- -un non sequitur muy popular en la época- De esta suerte, haciendo tabula rasa del pasado y convencidos de que los vicios se debían al turno- -y no al revés- -suprimieron cuanto de pacífico había entre los partidos: espíritu de tolerancia y estilos civilizados de transacción y voluntad de pacto se convirtieron en métodos fracasados y el consenso, en pasteleo. La intransigencia- -advertía Azaña- -será el síntoma de honradez. Y, efectivamente, sectarismo- -alardearía Azaña en confesión de parte- -tampoco faltó en el nuevo régimen de 1931. Así pues, el error del pasado restaurador estuvo en la política de acuerdos que la generación republicana traducía por claudicaciones. Como nos explicó el profesor Macarro en su día, la República de 1931, pues, debería ser un programa de reforma social, económica o política que no se identificaba con- -ni se proyectaba como albergue de- -la democracia. No más pactos- -sentenciaba Álvaro de Albornoz- -si quieren una guerra civil, que la hagan. La hicieron todos. Y la perdieron casi todos. Incluso demasiados vencedores perdieron la vida, la hacienda y la libertad. La perdimos hasta quienes no habíamos nacido. o obstante, del mismo modo que la generación de sus padres creyó haber aprendido una lección de concordia del golpismo isabelino, de la violencia del sexenio revolucionario y de la consecuente contrarrevolución carlista, el dolor de una guerra fratricida, la amargura del exilio y la represión cambiaron de manera drástica la visión maniquea de nuestros republicanos, aún antes que doblara el annus horribilis de 1939. El propio Albornoz, que al comenzar la contienda le señalaba entusiasmado a Azaña que la anarquía revolucionaria era de raíz muy española, le confesaba apesadumbrado dos años más tarde su equivocación: era el acuerdo, no la imposición, la política acertada. Si de aquella catástrofe se salvaba milagrosamente la democracia- -reflexionaba, también en plena guerra Azaña- -debería basarse en una política de pluralismo e inclusión: hasta la CEDA debería tener cabida. La guerra- -le confesaba, todavía en Barcelona, un apesadumbrado Presidente al representante inglés- -era la trágica expresión del fracaso de la convivencia nacional. El maniqueísmo ideológico de otrora iba desapareciendo de las mentes más lúcidas y mejor intencionadas. El penoso recuerdo de sus males les había llevado a pensar con cordura (Esquilo) La venganza cedía paso al arrepentimiento reflexivo: a los mitos idiotas de Burgos se le pueden oponer otros mitos (nuestros) no menos risibles porque- -reconocía Azaña ya desde el exilio- -también nosotros hemos tenido nuestros esquizofrénicos y nuestros visionarios. Antes de que el PCE cambiara la consigna de guerrilla maquisarde (1945) -que tanto fortaleció el pacto de sangre franquista en un escenario internacional bajo amenaza soviética- -por la de reconciliación Prieto había acuñado el sinónimo y definido la política democrática como política de concordia: yo- -aseguró en 1942- -no me sumaré a nada que contribuya a dividir a los españoles, a nada que signifique la continuación del séquito horrendo de las deudas de sangre. Al fin, ¿no había sido el de paz, piedad y perdón el ruego del propio Azaña en uno de sus postreros discursos? La revancha de los republicanos, como la victoria para los franquistas, era la política del pasado. N L JOSÉ VARELA ORTEGA Catedrático de Historia Contemporánea

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