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ABC MADRID 24-12-2005 página 34
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  • EdiciónABC, MADRID
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34 Internacional SÁBADO 24 12 2005 ABC ESPAÑA Y LAS NACIONES UNIDAS, CINCUENTA AÑOS DESPUÉS JAVIER RUPÉREZ. Subsecretario general de la Dirección Ejecutiva del Comité contra el Terrorismo de la ONU L 14 de diciembre de 1955 España entraba a formar parte de las Naciones Unidas. Lo hacía junto con otros quince países- -Albania, Austria, Bulgaria, Camboya, Finlandia, Hungría, Irlanda, Italia, Jordania, Laos, Libia, Nepal, Portugal, Rumania y Ceilán- -que, por razones diversas, no habían participado como fundadores de la Organización en la Conferencia de San Francisco en 1945. En realidad se trataba del primer momento en el que la ONU ampliaba el molde originario de la coalición de los vencedores para incluir entre sus miembros a países derrotados- -Italia- -o próximos a los derrotados- -Rumania, Bulgaria, Finlandia, la misma España- En el recuento de los dieciséis se puede también encontrar un primer atisbo del acuerdo entre rusos y americanos para, ya iniciada la Guerra Fría, desbloquear la participación internacional de los respectivos aliados con independencia del sitio que hubieran ocupado durante la II Guerra Mundial. Las Naciones Unidas comenzaban a reclamar su vocación universal. En el mismo momento España iniciaba el largo, complejo y accidentado camino de su normalización exterior. Apenas habían transcurrido ocho años desde que las mismas Naciones Unidas, en una de sus primeras decisiones, impusiera el bloqueo diplomático en contra del régimen de Franco. Habrían de transcurrir otros veintisiete antes de que la entrada de nuestro país en la OTAN- -y cuatro años más tarde, en la CEE- -certificara la plena capacidad internacional de España. Los cincuenta años transcurridos contienen al menos dos lecciones. La primera, ineludible e inolvidable, conlleva una urgente demanda: la de que los españoles sean, seamos, capaces de arreglar nuestro patio doméstico de manera que nunca nos falte la cohesión nacional y democrática y que, con su disfrute, nunca más perdamos los trenes históricos que a nuestro alcance se ofrecen. Y la segunda, corolario de la primera, ofrece una simple comparación: la distancia que existe entre lo que fuimos y lo que somos. Y no se trata de recrearse beatíficamente en las diferencias, sino de apreciar los esfuerzos desarrollados durante tanto tiempo por todos los españoles para conseguir lo que hace cincuenta años parecía sueño imposible y hoy muchos consideran ejemplo digno de emulación. El aniversario constituye también momento propicio para la consideración de lo que España sea en las Naciones Unidas, lo que la Organización aporta a nuestros intereses, y, en definitiva, el papel que nuestro país debe conceder a la Organización internacional por excelencia. Ausentes como durante tanto tiempo hemos estado de los sitios a los que hubiéramos debido pertenecer, a ratos nos ha poseído la tenta- E Asamblea General de Naciones Unidas, el pasado 14 de septiembre EPA No se trata sólo de saber qué es lo que queremos que la ONU haga por nosotros sino, sobre todo, de saber qué es lo que nosotros queremos hacer por la ONU ción de contentarnos con una política en la que la mera presencia lo era todo. Cuando la realidad de las cosas internacionales es bien diferente. Las instituciones internacionales ofrecen a los miembros un foro para la defensa de sus intereses, en ninguna manera el goce de los derechos inherentes a la parusía. Y resulta vano paralizarse en la ostentación de las credenciales que sirvieron para facilitar el acceso. El caso de las Naciones Unidas es paradigmático. Sería difícil imaginar el mundo que conocemos, y que con diversas variantes proviene de los resultados de la II Guerra Mundial, sin la presencia de la ONU. Las relaciones internacionales han encontrado en la Organización un foro indispensable para el diálogo y para la legitimación de las acciones interestatales, bien distante de las fragilidades terminales que caracterizaron al mundo de entreguerras y a su plasma- ción en la Sociedad de Naciones. Pero, como resulta evidente, la ONU sigue sufriendo debilidades, lentitudes y disfuncionalidades que ponen diariamente de manifiesto su carácter intergubernamental. Las culpas de las Naciones Unidas son en gran medida las culpas de sus Estados miembros, incapaces de abandonar sus agendas nacionales en aras de una verdadera visión multilateral y en gran medida dedicados al intento de poner las Naciones Unidas a su servicio. Aunque, en realidad, a nadie debería extrañar ese estado de cosas: la Carta de las Naciones Unidas, poderoso sistema de inspiración para la construcción de un mundo más libre y más justo, no pasa de contemplar una asociación de Estados descritos y concebidos de manera similar a la que introdujera en las relaciones internacionales la Paz de Westfalia, el 24 de octubre de 1648. Las Naciones Unidas, algunas de cuyas agencias especializadas realizan tareas beneméritas en pro de los sectores mas desprotegidos de la humanidad, es cualquier cosa menos una institución benevolente o benéfica en la medida en que está sometida a los vaivenes de los desnudos intereses de los miembros que la integran. Esa definición contradictoria de una Organización que proclama altos valores y convive con la diaria realidad del poder no debería servir para descalificar sus virtudes ni para ocultar sus defectos. Ambos son muchos. Nadie en su sano juicio debería proclamar la conveniencia de su desaparición. Tampoco, en la situación actual, su idolización como único recurso para la solución de los problemas que al mundo aquejan. Entre ambos e intolerables extremos, conviene la práctica de un prudente y constante realismo. Es muy probable que la historia de España durante los últimos cincuenta años de la vida de las Naciones Unidas se haya caracterizado más por la tentación kantiana del gobierno universal que por la urgencia del realismo interestatal westfaliano. ¿No ha llegado quizá el momento, ahora que nos quedan otras diez décadas para celebrar el siguiente centenario del Quijote, de comprender mejor cuál es el cauce adecuado para la mejor defensa de nuestros intereses en el marco y sin demérito para una institución internacional que, como tantas otras, se construye con amigos y adversarios, con valores e intereses? Aunque quepa repetir sin duda ni desvarío, para recordatorio de cínicos o desmemoriados, que si las Naciones Unidas no existieran habría que apresurarse a crearlas. Todo ello es compatible con una mayor implicación española en las actividades de las Naciones Unidas y con una mejor descripción de nuestros objetivos en el seno de este organismo. Es cierto que, con vanagloria tantas veces se ha repetido, somos el octavo contribuyente al presupuesto ordinario de la ONU. Nos preceden, y el contexto es siempre importante, los Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, el Reino Unido, Italia y Canadá. No es menos cierto que en la contabilidad económica y política- -ambas traducidas en influencia- -de la ONU tanto o más importante que la contribución al presupuesto ordinario es la realizada a través de las aportaciones voluntarias a los programas individualizados de la Organización. Ahí quedamos en un modesto puesto veintidós, detrás de países más pequeños o menos prósperos que el nuestro pero con medios suficientes y focalizada voluntad política para intentar que sus intereses exteriores progresen a través de una participación directa y activa en la Organización. Aquí, al estilo kennediano, no se trata sólo de saber qué es lo que queremos que la ONU haga por nosotros sino, sobre todo, de saber qué es lo que nosotros queremos hacer por la ONU. Es innecesario añadir: por nosotros mismos. Lleva España cincuenta años en una Organización internacional que acaba de cumplir los sesenta. Al tiempo que lamentamos las razones del retraso en nuestra incorporación deberíamos acompañar la celebración del aniversario con un doble voto: para que las Naciones Unidas, con todas sus imperfecciones, sigan presentes en la vida internacional como testimonio de su renovada validez en la consecución de un mundo más libre, más estable y más seguro; y para que España y los españoles comprendan que trabajar activamente, para y con las Naciones Unidas, es paralelo y compatible a la defensa de nuestras necesidades, nuestros valores y nuestros intereses.

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