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ABC MADRID 26-09-2005 página 3
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ABC LUNES 26 9 2005 Opinión 3 LA TERCERA DE ABC UN REDOBLE DE CONCIENCIA POR FERRAN GALLEGO PROFESOR DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA. Creímos que la realidad iría fabricando la idea, y no ha sido así. Bien lo entendieron quienes construyeron naciones desde organismos autonómicos. Quienes han ido impugnando ese significado nacional sobre el que se construye cualquier edificio político duradero... O nos distingue del resto de los europeos una situación política conflictiva. Basta observar lo que ha sucedido en Alemania para considerar cómo puede fatigarse la ciudadanía ante las ofertas políticas que se le proponen, al entrar en una estación con tan mala fama sentimental y política como el otoño. Basta con observar a una Italia en busca de asidero moral cuando tras el Carnaval de la Primera República no ha acabado su Cuaresma y tanto le cuesta normalizar un régimen político de alternancia. Incluso Francia asiste a un cansancio institucional que se expresa en las querellas de liderazgo enarboladas en la derecha y en la izquierda. España no es, por tanto, una anomalía continental a causa de la enjundia de sus debates constitucionales. La anomalía es otra. Podríamos decir que en Europa tienen problemas, pero ninguna nación se toma a sí misma como un problema. Otros países discuten el significado de sus conflictos, pero ninguno de ellos se cuestiona su propio significado. Se contraponen ideas en todo ellos, pero ninguno carece de una idea aceptada de sí mismo. N España ha asistido a un verdadero ascenso de su insignificancia, en el sentido en que Castoriadis propuso considerar una crisis de civilización, cuando la gente ni siquiera sabe a qué cultura pertenece, cuando pierde su dimensión social y su pentagrama histórico. La insignificancia de España es, literalmente, la falta de sentido que va teniendo para sus ciudadanos. Cuando se han ido acostumbrando a no ser españoles en la forma y fondo en que un francés, un italiano o un alemán lo son. Si la gravedad ha provocado una inconsciencia que ni permite reconocer la enfermedad, quizás convenga proponer un comienzo. Empezar por lo que a nadie parece preocuparle, quizás porque ya se da por sentado: hacernos una idea de España. Hacerse una idea de las cosas no es un malabarismo intelectual: es la condición necesaria para empezar a considerar cualquier otro problema. Algunos pueden plantear que España no existe y que, por tanto, los problemas que se le presentan son el delirio de una patología. Por ahí van discursos con rango ministerial, y no sólo en las nacionalidades históricas Pero tienen razón en algo tan obvio, cuya designación resulta tan vergonzosa, como constatar que el rey está desnudo. Aquí nadie pone en duda la organización concreta de España, sino a España misma como algo a organizar. Una idea de España no es sólo evitar su destrucción, sino también su inercia. ¿Quién desea arrancar de España a sus habitantes y dejar un paisaje sumido en su solemne tenacidad? Disponer de una idea de España es, por el contrario, humanizarla, hacerla el resultado de ciudadanos que la piensan. Y que sólo pueden hacerlo adaptándola a la tensión entre sus necesidades y su libertad. Podremos convenir en lo extravagante que es la propuesta de otra idea de España cuando ni siquiera disponemos de una. Tal ejercicio intelectual, cuando se traslada al escenario político es, sin embargo, congruente. Pues hay quien confunde la posesión de una idea con la exhibición de una imagen. Pero una idea no es esa apresurada modificación cosmética del vacío, una fachada hueca que flanquea las calles de una ciudad fantasmal. En los malos tiempos para la ética, siempre queda el recurso de la estética. En los malos tiempos para el argumento, siempre podemos asomarnos a la mímica silenciosa de quien confunde sus acrobacias con el equilibrio. Y ya sería hora de negarnos a iniciar siquiera un diálogo acerca de los problemas de España con quien no acepta que España existe. Se tolera, claro está, que hay algo mal definido, algo que ya nadie sabe exactamente lo que es, un engranaje institucional, un Estado Español un cruce de elites políticas autónomas diseñando la arquitectura de un techo a compartir. Pero ¿una idea nacional, de comunidad de ciudadanos, de nación vivida como experiencia individual de cada uno y garantizada por textos jurídicos que se modifican tras ese acuerdo esencial? ¿Alguien cree de verdad que estamos en la tesitura cultural, previa a la política, que permite a los franceses, a los británicos, a los italianos o a los alemanes ser y sentir que son, vivir nacionalmente, para poder organizarse en una auténtica pluralidad? dieron perfectamente los nacionalistas: su mismo nombre indica que empezaron por definirse por un sentido de comunidad que debían convertir en conciencia colectiva. Ningún analista puede creer que los nacionalistas iban a conformarse con disponer de un Estatuto y aceptarlo como fin de trayecto, como hicieron los constitucionalistas españoles con el texto de 1978. El nacionalismo hizo del Estatuto una cantera de situaciones de hecho, de anticipaciones de soberanía, de financiación de recursos simbólicos, de representación comunitaria que decía convivir con España, pero que se basaba en un proyecto destinado a su desmantelamiento, porque la delimitación de su identidad como pueblo precisaba de la negación de España como nación. Dudosamente se les puede reprochar que comprendieran lo que otros no llegaron a comprender a tiempo: que la misión de las instituciones no es una mera función legislativa, sino que debe ir acompañada de los dispositivos que crean una cultura nacional. Todos los recursos que han servido para construir esa condición fueron distribuidos entre una muchedumbre de esferas clientelares. La educación se convirtió en el principal instrumento de nacionalización, pero de una nacionalización alternativa a la española. Las consejerías de cultura se dedicaron a la fabricación de identidades ajenas al ser español. Sería pasmoso que alguien creyera aún que se está hablando de descentralización, de competencias o de actualización autonómica. Sólo están contra todo eso quienes parecen sus más entusiastas defensores. Que se hable de un nuevo proceso constituyente no es una casualidad ni un principio, sino un efecto comprensible de la lenta y eficaz labor de unos y de la negligencia de los demás. No es extraño que se levanten chispas en lo más sensato del socialismo español que se toma su gentilicio como algo más que una licencia poética. Pero, en su versión española, la alianza de civilizaciones se presenta como una cooperación de entidades soberanas, que solamente pueden realizarse modificando las reglas del juego, esas que en ninguna otra parte de la Europa civilizada se plantean tocar: la soberanía nacional como base de la autoridad política y del derecho mismo a gobernar. Hacerse una idea de España. No estaría mal, como proyecto, como factor de movilización. Para añadir a la solidez de los textos jurídicos ese fluido cultural de experiencia colectiva, de significado asumido, de empresa a realizar. Un redoble de conciencia como el que exigió Blas de Otero, una España en marcha como la que cantó Celaya. Cuando querer ser españoles no era una retórica petrificada, sino una propuesta de dar contenido moral y garantías emotivas a las libertades ganadas tan a pulso. A la igualdad de los españoles, obtenida a tan alto precio. En la España de 1978 creímos que nos bastaba con disponer de una nación meramente jurídica que, además, trataba de alejarse de su propia definición para refugiarse en un acuerdo de circunstancias. Quizás nos aterraban los excesos de una introspección que había ensimismado el pensamiento regeneracionista y, más aún, la reclusión de la idea de España en un proyecto político que decidía quién era o dejaba de ser español. El naufragio del liberalismo español- -ese liberalismo que no se reduce a los liberales doctrinarios, sino a quienes han forjado, con distintas siglas, la moderna Europa- -se produjo en el momento en que no pudo añadir al acuerdo constitucional una nacionalización de masas, basada en un sentimiento de pertenencia, en una familiaridad con la cultura compartida, en un principio elemental de solidaridad que precediera a la convivencia bajo el cielo protector de la Carta Magna. No quisimos comenzar por hacernos una idea de España y nos conformarnos con disponer de un esquema formal para encapsular sus instituciones. Creímos que la realidad iría fabricando la idea, y no ha sido así. Bien lo entendieron quienes construyeron naciones desde organismos autonómicos. Quienes han ido impugnando ese significado nacional sobre el que se construye cualquier edificio político duradero. Lo enten-

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