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ABC MADRID 29-06-2005 página 3
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ABC MIÉRCOLES 29 6 2005 Opinión 3 LA TERCERA DE ABC MANUEL FRAGA, MODERNIZADOR DE GALICIA POR ALBERTO RUIZ- GALLARDÓN ALCALDE DE MADRID Ha sido Manuel Fraga quien se ha encargado de disipar todas las neblinas, de resolver las atávicas indecisiones y de amarrar definitivamente a Galicia a un mapa de España y de Europa en el que hoy ya no aparece como un exótico finisterre, sino como un espacio que es la continuación natural de la modernidad española... EBEMOS a la galaica ironía de Gonzalo Torrente Ballester la creación de una ciudad imaginaria que, los días de mucha niebla, se descuajaba del paisaje para ponerse a levitar. En sus idas y venidas, Castroforte del Baralla- -nombre de la población inventada por el escritor ferrolano- -es sin duda el trasunto genial de cierta Galicia mítica e inmemorial, ésa que, olvidada del país, parecía antaño vivir de espaldas al tiempo, absorta en sus brumas y en sus magias. Si en La saga fuga de J. B. -territorio de ficción en el que todo esto acontece- -es un audaz poeta, José Bastida, el responsable de afrontar este misterio, en el plano siempre más complejo de la realidad ha sido Manuel Fraga quien se ha encargado de disipar todas las neblinas, de resolver las atávicas indecisiones y de amarrar definitivamente a Galicia a un mapa de España y de Europa en el que hoy ya no aparece como un exótico finisterre, sino como un espacio que es la continuación natural de la modernidad española. Gracias al liderazgo de Fraga sobre la sociedad gallega, ésta ha dejado de encarnar ese tópico de la indefinición o el ensimismamiento, y Galicia, además de sugerente, sabe ser hoy una región que en el imaginario colectivo se relaciona con el dinamismo, la apertura y la innovación. Hace tres lustros, cuando Manuel Fraga no había llegado aún al Palacio Rajoy, Galicia era una comunidad autónoma con casi un decenio de existencia que sin embargo no terminaba de arrancar. En aquel entonces, el acceso de los gallegos al autogobierno parecía poco más que un acto de reconocimiento histórico, después de que las Cortes de la Segunda República hubieran recibido un Estatuto de Autonomía que nunca llegó a ver la luz. La irrupción de Fraga en la vida política gallega lo cambió todo, pues inclinó el autogobierno de esta comunidad del lado del desarrollo económico y social, justo en la senda que después seguirían otras regiones españolas más preocupadas por el progreso efectivo que por la obsesión identitaria. Ahora, a la vuelta del camino, comprobamos que a Fraga le han bastado quince años para infundir en los gallegos un sentimiento de autoestima inédito en su historia. Lo ha hecho, además, sin que ese legítimo orgullo suscite rechazo en ninguna parte de España- -más bien una sincera simpatía- y afianzando tanto las instituciones de la Xunta como la evolución de una Galicia próspera y con una creciente presencia nacional e internacional. En este tiempo, Fraga ha desbrozado la selva espesa de los malentendidos, ha cuidado de no alentar divisiones en la sociedad gallega y ha profundizado en las raíces de una nacionalidad histórica que no necesita forzar a nadie para que sus señas de identidad sean amplia e intensamente sentidas. D nómicos, sociales y culturales, y que no necesita recurrir al falso debate que en los últimos tiempos trata de enmascarar una defensa encubierta de la desigualdad de los ciudadanos so capa de una reforma financiera y territorial. Desde el más acendrado galleguismo, y sin renunciar a una actitud firme que vela por los intereses de Galicia y que ha obtenido una constante transferencia de competencias, el discurso de Fraga no ha dejado nunca de ser leal a la Constitución de la que él mismo fue ponente, así como a los valores que ésta preconiza en su artículo primero: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político Esa fidelidad a la palabra dada en 1978 ha generado confianza en el conjunto de los españoles, y cuando Galicia se ha enfrentado a momentos difíciles, como los que vivió en 2002, no se ha encontrado sola. Antes al contrario, la marea de solidaridad hacia esa región ha sido sencillamente incontenible. El prestigio personal de Manuel Fraga ha terminado por transferirse a Galicia entera, algo que seguramente sospecharon siempre los gallegos que ocurriría, a juzgar por las cinco mayorías que le han otorgado, la última de ellas después de una sólida campaña en la que ha contado con el muy brillante respaldo de Mariano Rajoy. Como referencia temprana del modelo político que en la segunda mitad de los años noventa y hasta el año pasado estabilizó la vida nacional, el presidente de la Xunta ofreció a los españoles y a su propio partido un adelanto de las fórmulas que habrían de insistir en la capacidad de la propia sociedad para resolver sus problemas con el apoyo de la Administración. Los resultados son hoy visibles en una Galicia que por vez primera crece por encima de la media española, que aporta 300.000 empleos más que hace quince años y que en 2003 logró subvertir ese anatema histórico y simbólico que era la pérdida de población con un saldo migratorio positivo. La Galicia aislada de 1990 no tiene hoy nada que ver con la que conecta sin dificultades con el resto de España y Portugal ni con la que ha invertido 2.600 millones de euros en su vertebración viaria. El fuerte impulso dado al sistema universitario, que ha triplicado las titulaciones que ofrece, o la gestión de un sistema sanitario y de servicios diversos que se sobrepone a la particular dispersión de la geografía gallega, dan testimonio igualmente de una transformación tan profunda que afecta incluso al repertorio de los arquetipos. Porque, vista desde el exterior- -y en el caso de Madrid, con admiración espontánea- Galicia no aparece ya como un reducto de tipismo, sino más bien como la tierra de la moda, el turismo, la industria audiovisual o la biotecnología. Manuel Fraga ha escrito que un intelectual debe ser un provocador, un seductor y un maestro. Como intelectual que ha desarrollado su vocación en la política, él es todas esas cosas. Provocador, en tanto que político que no hace dejación de su independencia de criterio cuando la conciencia así se lo dicta y cuando es en beneficio del interés general. Seductor, como fundador del partido que representa hoy en España la moderación política del centro reformista y ha sabido ejercer un liderazgo directo o auxiliar en apoyo de ese proyecto. Y maestro, para algunos que hemos encontrado en él el magisterio de una generación que supo reconciliar a los españoles ofreciéndoles los espacios de consenso que éstos necesitaban, y que aún hoy precisan. Bien puede atestiguarlo quien como yo ha nacido a la vida política de la mano de Fraga, que, junto con la de mi padre, José María Ruiz Gallardón, son las que a mí se me tendieron a todavía temprana edad. Aún recuerdo la tarde del 1 de septiembre de 1986 en su despacho, cuando, teniendo yo sólo 27 años, me pidió que ocupara la Secretaría General del partido, en presencia de mi padre, que había acudido a entregarle unas proposiciones de ley elaboradas durante el verano. Yo era entonces para Fraga el jurisperito apelativo cariñoso con el que aludía a mi condición de asesor legal del partido, y, gracias a su generosidad, me convertí a partir del día siguiente en estrecho colaborador de uno de los más brillantes políticos españoles. Fraga me arropó y me enseñó, y desde entonces no he dejado de sentirme tan orgulloso de aquella etapa de mi carrera como en deuda con aquel que confió en mí. No hay en la España actual mayor urgencia que la de restaurar el espíritu de consenso y de lealtad mutua que hombres como Fraga hicieron posible en la transición. Resulta muy significativo que estén siendo ellos, en distintos partidos, los que estén llamando a la cordura y advirtiendo del riesgo que supone olvidar aquel espíritu. Por eso, es imprescindible que su voz se siga escuchando y permanezca en la vida nacional. Su actualidad y su necesidad son hoy mayores que nunca. Mientras tanto, como intelectual de fuste que bebe de las mejores fuentes, como político sobrado de ideas y energías, como gobernante realista que ha sabido evolucionar junto a la realidad de sus conciudadanos, M. F. aparece ya como toda una saga en sí mismo, la de los Manuel Fraga sucesivos que, acompasando los múltiples elementos de su personalidad al modo de una fuga musical como la ideada por Gonzalo Torrente Ballester, han dado respuesta en cada momento a las necesidades de una Galicia moderna y asentada, que ya no levita los días de mucha niebla, y a la que él ha servido con una intachable entrega y honradez. Manuel Fraga ha introducido así en la España autonómica dos valiosos elementos que hoy es preciso reconocerle. Por una parte, el desarrollo material de una sociedad que se ha deshecho de cualquier posible complejo para incorporarse al progreso nacional con afán de liderazgo. Por otra, la apertura de una senda transitable por la que puede discurrir civilizadamente la pluralidad española en sus múltiples variantes. El modelo promovido por Fraga ha demostrado que la coincidencia de sentimientos de pertenencia simultáneos no sólo es posible sino además beneficiosa en términos eco-

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