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ABC MADRID 07-04-2005 página 14
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  • EdiciónABC, MADRID
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14 En la muerte de Juan Pablo II ANÁLISIS JUEVES 7 4 2005 ABC PARADOJAS DE UN PONTIFICADO JOSÉ CHAMIZO Sacerdote. Defensor del Pueblo andaluz A trascendencia que está alcanzando la noticia de la muerte de Juan Pablo II empieza a resultar desconcertante; no porque carezca de motivación, sino porque los elementos de universalidad y generalidad que se reflejan en las manifestaciones de dolor o pésame se elaboran desde lugares o sectores hasta ahora ajenos o cuando menos alejados del significado de la figura del Papa de Roma. Las reacciones y, sobre todo, su reflejo en los medios de comunicación están siendo absolutamente acaparadoras y masivas. Los espacios informativos del planeta se dedican prácticamente en su totalidad a la noticia y no dejan de traducir en claves mediáticas el fallecimiento del Santo Padre. De hecho, y sin vocación de realizar balances anticipados, este enorme efecto mediático parece coherente con la estrategia de Juan Pablo II, quien asumió como tarea primordial y con firme convicción acercar el mensaje de la Iglesia al mundo. Y así, aprovechó toda la potencialidad de las tecnologías para hacer presente la voz de la Iglesia. Sólo con Juan Pablo II, el mensaje Urbi et Orbe ha sido realmente un testimonio que llegaba a los confines de toda la tierra. Ahora, en estos difíciles momentos de comprensible trascendencia, espero que las reacciones multitudinarias potenciadas mediante el acicate mediático permitan que, finalmente, sintetice la voz y el alma de la comunidad cristiana plenas de contenido y de madurez. Del mismo modo, confío en que esta dimensión comunicativa de masas sepa estar supeditada a la voluntad de hallar en la respuesta popular un reflejo auténtico y sincero del protagonismo de los fieles en torno a la figura que representa la realidad de la Iglesia. Expreso este íntimo deseo porque, tras las concentraciones y el sincero pesar por la pérdida de un gran timonel de la barca de Pedro, la Iglesia deberá continuar con su faceta de ser la cuna de espiritualidad más importante del mundo. Y deberá forjarse como referente de las dudas y convicciones de decenas de millones de fieles. En el curso de este emocionante reto, Karol Wojtyla y el entorno de dirección de la Curia romana han marcado una línea ideológica y teológica rotundamente identificada con las posiciones que, de manera simplista, podríamos identificar como tradicionales. Sin duda, son muchos los aspectos que nos permitirían analizar la doctrina de la Iglesia con las ricas facetas que abarcan la vida de todo ser humano y que, en una u otra medida, todas tienen en el mensaje doctrinal unas pautas en las que identificar los postulados de nuestra comunidad de creyentes. Pero, sobre toda esta riqueza de la construcción de un sistema de valores y normas éticas y morales de alcance religioso, existen varios aspectos en los que la doctrina, impulsada por la jerarquía de nuestra Iglesia, ha alcanzado mayores notas de polémica; te- L niendo en cuenta que es una cuestión evidente que en los aspectos morales y relacionales de los seres humanos, la Iglesia reciente aboga por la interpretación social más ligada a fórmulas conservadoras construidas sobre unos modelos familiares que son perfectamente válidos y consolidados; pero que ya no son los mismos y, sobre todo, que no exigen ser los únicos. Deseo, en este punto, detenerme en dos aspectos que me parecen especialmente interesantes: el papel de la mujer en el seno de la Iglesia y la respuesta a las nuevas formas de vida sentimental que se producen en nuestra sociedad. Pocos aspectos sociales como la incorporación plena de la mujer evidencian más y profundos cambios. Tantos que en nuestro entorno cualquier fundamento que relegue a la mujer en su plenitud de facultades y libertad de opciones se nos muestra sencillamente inasumible. Pero desde un punto de vista religioso, aprecio mayores dificultades para explicar la actual situación que impide- -así hay que decirlo- -a la mujer desempeñar un papel análogo al hombre en el seno de la vida eclesiástica. Cada vez que reflexiono sobre esta cuestión no puedo evitar que me ven- gan a la memoria las imágenes de decenas de religiosas, mujeres de una enorme talla intelectual y de compromiso, que resumen en sus vidas y con sus ejemplos los mejores valores de los seres humanos que requiere la Iglesia para su apostolado, sin que encuentre una razón coherente que explique añadidas restricciones. Desde el profundo respeto a la dignidad humana y sus capacidades, desde la angustia de la falta de vocaciones, ¿de verdad podemos creer que está agotado el diálogo en la Iglesia sobre esta cuestión? De otro lado, muchos sectores no en- Este enorme efecto mediático parece coherente con la estrategia del Papa, quien asumió como tarea primordial acercar el mensaje de la Iglesia al mundo Las pantallas emiten imágenes del Santo Padre mientras los fieles esperan AFP tienden que pueda construirse una argumentación que pueda aunar la condición sexual de un ser humano con su calidad como creyente. ¿La libertad más íntima de la persona en su opción sentimental debe volverse incompatible con su presencia en la Iglesia? Nadie puede negar que una de las notas más características del mandato de Juan Pablo II ha sido su autoridad, su firme identidad como representante de la Iglesia Católica de Roma y la notoriedad de su liderazgo. Pero, en la vida de la Iglesia, las directrices no siempre coinciden con el objetivo pretendido. La universalidad de la misma comunidad de creyentes y la riqueza de sus aportaciones surgidas desde la más honda expresión de la sensibilidad humana serán siempre- -afortunadamente- -una fuente inagotable de pujanza, de expresión libre y sincera de las personas que componemos este crisol de espiritualidades. Por ello decía que haríamos mal en olvidar que la construcción doctrinal de la Iglesia ha sido siempre el delicado resultado de un constante juego de doctrina e influencia, de normas y de participación, de reglas y respuestas. En cierta medida, la expansión extraordinaria de la labor apostólica de Juan Pablo II ha enriquecido a la Iglesia haciéndola auténticamente mundial. Pero la universalidad no coincide con la uniformidad. La hermosa aportación de Juan Pablo II ha sido el despertar de la pujanza de la Iglesia en el mundo. Ha sabido como nadie hasta la fecha lograr una notoriedad de esta comunidad religiosa. Pero tampoco podemos negar que una parte del mensaje de este Papa ha dejado atrás- -espero que no irremisiblemente perdidas- -posiciones profundamente cristianas que recuerdan la necesidad del diálogo con sectores que no han podido lograr actitudes más comprensivas desde la curia vaticana. Son comunidades que desean construir mensajes más originarios, desde un punto de vista cristiano, y que expresan su voluntad de participar activamente en los debates y en la construcción de posiciones enriquecidas desde las influencias de la Iglesia del Tercer Mundo. Personas profundamente cristianas que piensan y sienten con auténtica vocación de servir a sus semejantes, pero que se enfrentan a interpretaciones que se vuelven lejanas y huecas ante las lacerantes realidades sociales o económicas de un mundo que necesita, más que ninguno, la fuerza de la esperanza. Creo que debemos fortalecer una Iglesia entendida como vida de fieles más que doctrina de creyentes. Son días en los que se polemiza sobre doctrina o censura, tenacidad o inmovilismo, gesto o mueca. Quizás son opciones demasiado duales para clasificar a una figura de una enorme talla, protagonista de una época apasionante y guía de la Institución religiosa y moral de mayor presencia en el mundo. Hemos despedido a un líder mundial, hombre de Iglesia, apóstol de la paz, defensor de creencias; demasiados perfiles para reducir el significado de la persona de Juan Pablo II. Descanse en la Paz quien también fue testigo de sus contradicciones; en suma un ser humano.

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