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ABC MADRID 25-11-2003 página 16
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16 Nacional CENTENARIO DE LA MUERTE DE SABINO ARANA MARTES 25 11 2003 ABC UN SIGLO DE DELIRIO GÓTICO DE RENCORES FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Catedrático de H Contemporánea. Univ. de Deusto H ay celebraciones que son un tatuaje de infamia sobre la frente de sus organizadores. Quien homenajea a un inquisidor habita su espasmo enterrado, se afirma en la yedra de la estatua, se repite en su atroz utopía. Termina pareciéndose a él. Tal vez los nacionalistas vascos al cubrir de emotivas palabras el recuerdo de Sabino Arana, aquel ilusionista enfebrecido que fantaseó con traer al siglo XIX una Euskadi geométrica y racial, piensen que están llenando de épica las huellas de su Adelantado, que con ello forjan un mito, pero lo que hacen en realidad es repetir un delirio gótico de rencores, limpiezas de sangre y agresividad. Llenar de himnos, de banderas y de odas la figura de un hombre, muerto hoy hace cien años, que se ejercitó en el racismo y la intransigencia como si se tratara de un elevado arte no puede enseñar nunca a amar la libertad. Todo lo contrario: destierra en los fieles, cuando se trata de doctrina, toda medida moral, cualquier tic de tolerancia. Antes de que el invento de Arana se convirtiera en la nueva religión de la Iglesia en el País Vasco, el obispo Cadena y Eleta ya había puesto en guardia a sus diocesanos contra la capacidad de corrupción de la nueva ideología que si por el momento sirve para halagar la imaginación de la juventud, a la larga han de entenebrecer su inteligencia y corromper su corazón Con razón escribe Stefan Zweig que no sólo los fanáticos aislados son peligrosos, sino también el funesto espíritu del fanatismo. Sabino Arana regenerador de un supuesto pueblo vasco agonizante fue el profeta de un contagioso integrismo nacional que convirtió la raza y la religión en el fundamento de la nueva patria Euskadi. Recogiendo un conjunto de mitos de origen, llenos de contenidos antiilustrados y ultrarreligiosos, proclamó un mensaje mesiánico que evocaba un futuro perfecto sustentado en la limpieza étnica y el nacionalcatolicismo. Desde el siglo XVI, aprovechando la puesta por escrito de las costumbres y libertades vizcaínas denominadas Fueros, comenzó a divulgarse un nutrido repertorio de bienaventuranzas vascas y divinas predilecciones acontecidas en tiempos remotos, que eruditos asalariados prepararon para sus amos. Destinados por las instituciones de gobierno de Vizcaya y Guipúzcoa a tareas de propaganda, esos funcionarios se dedicaron con glotonería a inventariar las virtudes de la lengua vasca y los fueros, los fundamentos de la hidalguía de la población vascongada y su limpieza de sangre y los privilegios que ello llevaba aparejado en la España imperial de los Austrias. Todos estos mitos ingenuos estallaron en la cabeza de Sabino Arana mientras paseaba por el jardín familiar en la primavera de 1882, rumiando los males de Vizcaya además de las estrecheces monetarias y afectivas que atravesaba su familia. El domingo de Resu- rrección su hermano Luis consiguió hacerle entender la diferencia entre fuerismo e independentismo y el derecho de los vizcaínos a la separación de España, dada su condición de no españoles. Había nacido la nación vasca y Sabino Arana estaba preparado para convertirse en el creador de una variante doctrinal de la ultraderecha europea que buscaba la reconciliación de la patria enferma del mal liberal del siglo con Dios. Según el diagnóstico de Arana, el contacto con el liberalismo, interpretado como manifestación del carácter español, había producido la degeneración moral y religiosa del vasco de tal modo que la revancha contra España que ocupaba militarmente la patria era obligatoria y necesariamente violenta. Algún antepasado de Arana había llegado incluso a fabular con una guerra contra la España ilustrada e impía que alejase a los vascos del cambio político y social y de los riesgos del espíritu moderno. Pero aquel sueño belicista, más depurado, habría de prender en la cabeza del fundador del nacionalismo vasco, cuya obra escrita casi íntegramente en su lengua materna, el castellano, constituiría un inigualable repertorio de exaltación violenta contra el agresor extranjero. La guerra imaginaria contra los españoles fantaseada por Arana y los cantores del honor del guerrero étnico, a los que durante el siglo XX se sumarían otros representantes del nacionalismo como Elías Gallastegui o Federico Krutwig, cobraría trágica realidad en 1968 cuando un joven guardia civil fuese acribillado a balazos, tiro de gracia incluído, en un control de carretera cercano a Tolosa. España fue y sigue siendo la verdadera razón de la existencia de la nación vasca desde que ésta fraguó en el cerebro de Sabino Arana: sólo a través del enfrentamiento con ella los vascos católicos y pastoriles de la ficción fuerista podrían adquirir su verdadera entidad nacional. Su racismo antiespañol unificaba, por un lado, el rechazo que los carlistas habían manifestado a las gentes liberales y, por otro, la xenofobia generada contra los proletarios que acudían en masa a Vizcaya buscando trabajo. En un melodrama que Arana confeccionó, Libe, su protagonista acababa dando la vida por la patria tras estar a punto de cometer el pecado de los pecados: contraer matrimonio con un español. Sabino Arana, en la prisión bilbaína de Larrinaga en 1902, un año antes de morir La fuerza que adquirió en el pensamiento de Arana la posibilidad política de la independencia habría de quedar probada de forma suficiente en la creación de toda una simbología nacional. Sabino Arana inventó una patria, una historia, un santoral y, en especial, una lengua nueva, un sistema de designación de las cosas que en lo sucesivo permitiría la identificación del movimiento. Buscando la exteriorización emotiva de su nueva patria, diseñó con su hermano la bandera del Partido Nacionalista Vasco, la ikurriña, que consitía en la traducción iconográfica de su ideología- -el pueblo, la ley y la religión- -y cuya carencia de tradición fue compensada ampliamente por su fuerza simbólica. Ocurrió con ella algo parecido a lo que, varias décadas después, sucedería con la enseña del Partido Nacional Socialista alemán. La esvástica jamás había sido utilizada por los germanos como emblema heráldico pero la aceptaron con entusiasmo por su atractivo emocional. También Sabino Arana se inventó el nombre de Euzkadi para designar a una patria que pese a tenerse por milenaria carecía de apelativo con que designarse, la divisa del partido JEL (Jaungoikoa eta Lagi Zarra) es decir Dios y leyes viejas, que simboliza la lucha por mantener la tradición católica y foral, e incluso un himno, actualmente el oficial de la Comunidad Autónoma vasca. El mayor éxito del nacionalismo lingüístico lo ha constituido la enorme difusión alcanzada por la onomástica aranista sobre todo a partir de la transición de 1975. Desde entonces bautizar a un hijo con un nombre euskérico constituye una especie de salvoconducto vasquista que garantiza la aceptación social de la criatura y, en consecuencia, de la familia, incapaz muchas veces de ocultar su origen maketo en la comunidad étnica de Euskadi. Además de la lengua y el resto de símbolos patrióticos, el afán reglamentario y codificador de Arana determinó hasta el vestido, los cantos y el tipo de baile que debía practicarse que trazaba nuevas fronteras entre el mundo cristiano y moralmente puro de los nacionalistas y el degenerado de los españoles, representado por el agarrao cuyos roces corporales desgañitaban a los primeros bizkaitarras. Esta obsesión con el promiscuo bailoteo popular de fin de semana parece encubrir un elemento de competencia con los nuevos imigrantes por los favores de las mujeres. A juzgar por las manifestaciones de Arana y de buena parte de la opinión conservadora, los inmigrantes, hombres jóvenes en su mayoría, parecían jugar con la ventaja de sus relajadas costumbres frente a unos vizcaínos carcas y timoratos que se arremolinaban en las esquinas de las plazas sin atreverse a sacar a bailar a las mujeres. Ha cumplido un siglo largo la identidad que inventó Arana pero sus herederos no han revisado sus principios fundacionales, procedentes del fondo más rancio del tradicionalismo, como lo han hecho otros movimientos. Antes al contrario los han reforzado para competir con ETA. Bajo diferentes manifestaciones, el nacionalismo vasco ha mantenido intacto su odio primitivo a España, aventado cada día por sus predicadores y profetas que anuncian el inminente alzamiento contra ella. Un siglo después de la invención separatista y separadora de Sabino Arana, las otras tierras de España se han convertido en hogar y exilio para miles de vascos insumisos al dictado totalitario de ETA y su estela de miedo y capitulación. Un nuevo País Vasco sin fronteras ni imposiciones étnicas ha alboreado más allá de Orduña, un país en el que los nuevos exiliados políticos de la Europa unida y sin fronteras recrean una tierra de libertades y derechos que aún queda por construir en los valles norteños de la mitología nacionalista. Quien homenajea a un inquisidor habita su espasmo enterrado, se afirma en la yedra de la estatua, se repite en su atroz utopía

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